La hora de Nueva York
De cómo el poderoso imán de la Gran Manzana pudo desplazar a París del centro de la escena de las artes trata la muestra curada por Rodrigo Alonso, que reúne en la Fundación Proa las obras de más de treinta artistas argentinos sin espacio para la melancolía
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Cuando uno recorta una figura en una hoja de papel queda, por un lado, esa figura y, por el otro, el vacío de la figura en medio del papel. La ambiciosa muestra que ocupa cuatro salas de la Fundación Proa exhibe características similares. Las obras, representativas, colocadas con escueta elegancia y bien documentadas, evocan, por añadidura, el recuerdo de todo lo que las rodeaba y precedía: no un vacío precisamente, sino el marco global dentro del cual se situaba la prodigiosa producción de los artistas argentinos en la década de 1960.
¿Buena selección? Por supuesto, aquí están prácticamente todos los que, en esos años, frecuentaron Nueva York. ¿Obras significativas? Difícil disentir. ¿Documentación ad hoc ? Sí, incluido un extenso catálogo donde Rodrigo Alonso, paciente curador, se ha tomado el trabajo de incluir esclarecedoras entrevistas con ocho de los artistas. Pero, por supuesto, siempre se puede agregar algo a la historia del irresistible ascenso de Nueva York como reemplazo de París en el campo de las artes visuales, y al papel que en esta historia tuvieron los artistas argentinos. Para eso, no hace falta retroceder a Duchamp o al Armory Show de 1913.
En su ensayo del catálogo, el crítico Serge Guilbaut nos recuerda que, en 1948, Harry Truman -por entonces presidente de Estados Unidos- alentó el comienzo de la Guerra Fría, que dividió el mundo en dos bloques: ellos de un lado y los soviéticos del otro. También sabemos que, en simultáneo, el beodo senador Joseph McCarthy inició una caza de brujas contra cualquier peligro comunista, real o imaginario. En el terreno de las artes, en 1950, el futuro campeón de la crítica de arte estadounidense, Clement Greenberg, comenzó a militar en el Comité Americano para la Libertad Cultural, creado por la CIA.
Otro paladín, el también crítico Harold Rosenberg, expuso sus ideas acerca de la naciente hegemonía estadounidense en su libro Action Painting de 1952. Un revelador aporte suyo figura en el catálogo de esta muestra, donde baraja ideas sobre el estilo moderno. Éste, según él, respondería a una perspectiva de lo inmediato y, como corolario, la vanguardia sería la abstracción. Para completar y sostener estas premisas, Greenberg, devenido campeón del expresionismo abstracto, en 1955 proclamó que Jackson Pollock era el mayor pintor de su generación. En realidad, estaba implícito en esta afirmación que era el mejor de su generación en el mundo entero. También declaraba que la hegemonía artística europea, con particular referencia a París, había terminado con la guerra.
Pero la década clave para entender esta muestra comenzó en 1961, cuando John Fitzgerald Kennedy, presidente ilustrado, creó la Alianza para el Progreso. Como bien señala Andrea Giunta en el catálogo, en los años sesenta la Guerra Fría se desplazó a América latina: esa estrategia buscaba evitar una identificación de los intelectuales latinoamericanos con la Revolución Cubana. Es el trasfondo de la gravitación de Nueva York como polo de atracción para las artes.
Así empezaron a llegar las becas Guggenheim y otros estímulos que, a modo de imán, hicieron confluir a tantos artistas en la Gran Manzana. Entre ellos, los argentinos; pero sería falaz colocar su presencia bajo un signo exclusivamente político o rentístico. Estuvieron allí, ante todo, por la calidad de sus trabajos, en muchos casos ya reconocidos en el ámbito internacional. Y más allá de las influencias de la época, que incluía entre ellas a Europa, el huerto donde crecieron fue su propio país.
País con recursos como, por ejemplo, los precedentes del grupo Madí, verdadera revelación en el ambiente rioplatense y prenuncio de muchos de los logros que más tarde se exhibirían en Nueva York. Además, el sostén local de galerías, críticos, mecenas y el ambiente en general jugaban un rol principal en la proyección que luego se lograría hacia el norte. En los swinging sixties de Buenos Aires, galerías como Lirolay, Van Riel, Peuser, Rubbers, galeristas como Julia Lublin o Jacques Martínez y muchos otros ayudaron a poner de relieve a los futuros embajadores del arte local.
El respaldo de críticos como Aldo Pellegrini, Jorge Romero Brest, Hugo Parpagnoli, Rafael Squirru -por sólo nombrar un cuarteto conspicuo- se unía a instituciones como el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo de Arte Moderno, el Instituto Di Tella y las sucesivas ediciones de la Bienal Americana de Arte de Córdoba, entre los principales, para atraer becas e invitaciones.
El intercambio funcionaba en los dos sentidos. En aquellos años, era factible conversar, en los salones de algunos galeristas porteños, con Clement Greenberg, Lucy Lippard o Gregory Battcock. La talentosa Lippard llegó incluso a sostener que el arte conceptual nació en la Argentina, más precisamente, en Rosario. En su propia institución, el Centro de Arte y Comunicación (CAYC), Jorge Glusberg invitó a vanguardistas estadounidenses -y de otros países-, además de lanzar su propia cosecha de innovadores, sobre todo a partir de 1971.
Aquí están, expuestas en tres salas, las obras selectas de los más de treinta artistas que representan, casi por completo, el panteón del arte no figurativo de la segunda mitad del siglo XX. Desde la abstracción lírica hasta la geometría y más allá; desde la cinética, el arte generativo y el arte como sistema hasta las estructuras primarias, pasando por tecnologías varias y el arte conceptual. Figuran cinco mujeres, a quienes hay que rendir homenaje: Delia Cancela, Sarah Grilo, María Martorell, Marta Minujín y Liliana Porter. Abarcan un ilustrativo abanico de estilos, que incluye la geometría de Martorell, las sombras en la pared de Porter y un colchón minujiano.
Algunos de los que siguen en la brecha produjeron obras en Nueva York que no reflejan su actividad previa ni posterior. Así, por ejemplo, Yuyo Noé, con su gracioso espejo deformante expuesto en la segunda sala. En cambio otros, como David Lamelas, prosiguen la misma delicada búsqueda, en este caso ilustrada por su haz de luz proyectado sobre el piso, alarde de arte concreto minimalista. Un detalle muy significativo es descubrir las firmas de los diseñadores en los excelentes catálogos y carteles que se produjeron para las muestras de la época: Juan Carlos Distéfano y Rubén Fontana, maestros internacionales entonces y ahora.
Faltan algunos, todavía activos, y entre ellos se puede mencionar a León Ferrari. Obviamente, un avión-crucifijo contra la guerra de Vietnam o Tucumán arde no cabían en un programa de hegemonía estadounidense. Que Ferrari, hace poco, fuera mencionado como "uno de los cinco artistas vivos más importantes" por The New York Times demuestra dos cosas: que la Guerra Fría terminó (aunque hay otras) y que el arte valioso argentino sigue siendo reconocido. Tal vez ésta sea la lección final de la excelente muestra de Proa.
© LA NACION
<b> FICHA. <i> Imán: Nueva York </i> , </b>
Los buenos viejos tiempos
El día de la apertura, las salas de la Fundación Proa fueron la memoria viva del Di Tella. No sólo porque era un sábado, día elegido por las huestes ditelllianas para el vernissage de rigor, sino porque estaban muchos de aquellos activistas del arte, con la misma energía de aquellos buenos viejos tiempos en los que patentaron para siempre los años sesenta como "la década del arte". McEntyre, Ary Brizzi, Charlie Espartaco, Marta Minujín, Polesello, Uriburu. Yuyo Noé, Alejandro Puente estaban en vivo y en directo. En las fotos, Liliana Porter (la misma sonrisa de siempre) y el factótum de aquel Di Tella memorable: el gran Jorge Romero Brest. Trasladar este clima sabatino a Proa era una añorada idea de Adriana Rosenberg. Bien hecho.
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