La mirada del desarraigo
EL HOMBRE DESPLAZADOPor Tzvetan Todorov(Taurus) - 290 páginas - ($ 28)
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SOLO el que se ve obligado a abandonar el país natal comprende en plenitud la experiencia de buscar dentro de sí, como si se tratara de un retorno circunstancial, a la persona que quedó trunca allí, ese otro que no pudo ser "Me imaginaba qué habría podido vivir en Sofía", escribe el crítico y lingüista Tzvetan Todorov, en este conjunto de ensayos sin desperdicio.
Todorov salió de Bulgaria en 1963 para estudiar por un año en Francia y allí permaneció. Formado en la escuela de Roman Jakobson, escribió libros como Crítica de la crítica y Simbolismo e interpretación , y llegó a ser director de investigaciones del Centro Nacional de Investigación Científica. Pero la experiencia de sentirse extranjero en su casa (Sofía) y en casa en el extranjero (París), hace que se considere "un hombre desplazado". De ahí la enorme libertad de su "mirada desarraigada" al analizar en este libro el totalitarismo comunista, la ceguera de los intelectuales franceses ante ese fenómeno y el peligro que hoy entraña el relativismo moral y cultural.
Lo hace con extrema sencillez, sin teorías vanas, con los datos históricos indispensables, pocos nombres y fechas y mucho sentido común basado en el rechazo al maniqueísmo y al relativismo.
A medida que Todorov habla del régimen búlgaro, ubicado en la periferia subdesarrollada del imperio comunista, y a medida que desmonta el aparato del Estado y la maquinaria del terror con sus campos de concentración, el lector argentino asiste a una descripción bastante ajustada de lo ocurrido entre nosotros durante la última dictadura.
El estado totalitario, dice Todorov, se erige sobre tres pilares: la ideología, el terror y el interés. Nadie cree en la ideología, agrega, pero siempre se la invoca a modo de ritual. Por debajo de la cáscara ideológica, el interés constituye el verdadero combustible: el afán de mantener o lograr más poder dentro del aparato. El terror, herramienta para el dominio de la sociedad, requiere la búsqueda y fabricación de enemigos y permite la delación, que convierte en poderoso al último de los ciudadanos al otorgarle la potestad de hacer sufrir a otro. "Para ser eficaz, el terror debe ser absoluto. (...) La ideología le proporciona la legitimación necesaria. Cuando el cinismo reemplaza a la fe, hay que mantener al menos la apariencia de la fe".
Así fue como -continúa Todorov-, al tornarse insalvable el abismo entre la realidad cotidiana y la falsa realidad declamada en los rituales, cayó el Muro de Berlín. Y se planteó, entonces, el problema de qué hacer con el pasado. Porque en una sociedad totalitaria todos tienen algo que reprocharse, "todos han sido, en mayor o menor grado, su sujeto y su objeto, simultáneamente víctimas y verdugos. (...) La frontera pasa por el interior de cada uno. (...) En una parte de mi ser , soporto y sufro el sistema, y desde otra, contribuyo a su mantenimiento".
Aparecen entonces los personajes que propugnan no revisar el pasado en aras de una supuesta pacificación. Obviamente, se trata de personajes vinculados, por acción u omisión, con los crímenes del pasado, e intentan "perpetuar la política del secreto y del control centralizado de la información, características de los regímenes totalitarios".
El tema del pasado vuelve a sugerir el paralelismo con la Argentina. Todorov propone, primero, impedir que se lo elimine. Segundo, no vernos en el recuerdo como héroes victoriosos o víctimas inocentes. "Un pueblo debe recuperar su pasado no para repetirlo (...) sino para extraer una lección con vistas al porvenir".
Entre 1944 y 1962, sin juicios ni condenas, cien mil búlgaros pasaron por los campos de concentración. "Un país donde existen esos campos es un país podrido hasta la médula" porque, una vez erradicados, el cuerpo social "sigue llevando los estigmas de su presencia".
Los intelectuales progresistas de Occidente negaron al principio la existencia de los gulags. Luego, lamenta Todorov, la admitieron como un accidente, cuando en realidad constituían la esencia de los regímenes totalitarios. Y en este sentido recuerda el ostracismo de décadas que sufrió David Rousset a raíz de sus denuncias en 1950. "En cualquier momento histórico, sólo se escucha aquello que se quiere escuchar".
En materia de crítica literaria, Todorov dirige sus dardos contra la deconstrucción porque considera que esta corriente, al postular que el texto o discurso no remite al mundo y es siempre contradictorio, no deja lugar para los valores. Una cosa es que tal vez la verdad absoluta no exista, y otra es lanzarse a "jueguecitos lingüísticos que logran seducir pero que, "convertidos en actos, se tornan inadmisibles". El asesinato de los judíos, remata Todorov, es una realidad, no una interpretación.
No hay juegos inocentes.
Por Jorge Urien Berri





