
La ninfa inconstante
El escritor cubano dejó inconclusa esta novela, rescatada por su segunda esposa, la actriz Miriam Gómez, y publicada por Galaxia Gutenberg. En este fragmento del segundo capítulo, el narrador, un crítico de cine, hechizado por una adolescente desenvuelta pero impresionada por el vocabulario inagotable de ese hombre maduro, la acompaña con cínico humor por las calles de La Haban
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(Ver en documento PDF prólogo y primer capítulo)
La cabeza de Roberto Branly asomó por entre la jamba y la puerta que cortaba su largo cuello. La puerta era de cristal nevado y se podía entrever la sombra de su magro cuerpo al lado del letrero que decía:
NOICCADER
Podría haber citado: "Nunca más dispuesta mi cabeza para la guillotina". Pero no era del todo un decapitado porque sus ojos bizqueaban todavía entre el ser y la nada. Ahora trataba de usar una ganzúa verbal para abrir la puerta del todo, aunque nunca estaba cerrada.
-¿Estás ocupado o solamente preocupado? -preguntó con sorna a torrentes. Era evidente que yo no trabajaba porque tenía los pies sin zapatos sobre el escritorio y escrutaba el cielo raso buscando señales de humo. Hacía rato que hacía salvavidas con mi boca.
-Para nada. Pero no trabajar cansa igual.
- Me pare .
Hay que decir que Branly no hablaba italiano, pero Antonioni con su pereza emotiva estaba activo entre nosotros. ¿O era una pavesa de Pavese? Branly era corrector de pruebas ("un esclavo de las galeras", decía él) gracias a mi intervención, a mi invención más bien, y trabajaba el estilo de los otros en el altillo sobre la sala de máquinas. Ahora Carteles , gracias al humo, era una nave que se iba a pique con el día.
-¿Qué tal si vamos a merendar? -propuso salvador. Era el teniente Lightoller que no abandonaba su barco sino al que el Titanic abandonó antes de hundirse.
-¿Adónde?
No lo hizo, como antes, una cita de una cita para decir vamos donde la tarde se extiende contra el cielo como una paciente eterizada en la mesa de operaciones. Menos mal.
-A la Rampa.
-Queda lejos.
-Pero es temprano para el ser.
- Ol´rite .
Me levanté para salir, no sin antes ponerme los zapatos.
-Listo Arcano, dale Dédalo -cantó Branly.
Era una transfiguración - Tod und Verklärung - del lema del locutor eterno que proponía el tema de Acaño y sus Maravillas: "Listo, Arcaño? Dale Dermos". (Dermos era el jabón patrocinador.) Con su voz de terciopelo el locutor también transmitía boleros, después de decir: "Señor automovilista, dedíquenos un botón en la radio de su auto: tiene música adentro".
-Vámonos entonces -propuso Branly- hacia la gloria enferma de la hora positiva.
Branly era a veces un poeta oculto, culto, y no me asombró que citara - Carteles era su casa de cítaras ahora- a Eliot más de una vez esa tarde.
-A aprenderse de memoria el laberinto en que uno puede perderse -y Branly resultó mejor profeta que poeta.
-Uno y a veces dos -dije yo, pobre aprendiz.
El taxi era un enorme catafalco negro. Fue por eso que el chofer no pudo entrar por la calle O y tuvo que coger por Humboldt hasta Infanta, donde nos bajamos. Caminamos por O hacia el Wakamba. El nombre era seudoafricano pero era la cafetería de moda adosada al cine La Rampa. Toda esa parte de El Vedado se había vuelto rampante desde que continuaron hace un par de años la calle 23 hasta el Malecón. Estas cuatro cuadras tenían más cafés, cafeterías y boîtes por metro cuadrado que el resto de La Habana. Estaban también allí los canales de televisión y las oficinas de publicidad, además del ruido que hacía la gente al caminar, conversar y ver pasar las horas. Había innúmeras mujeres yendo y viniendo. No me fijé bien cómo estaban vestidas pero supe que eran mujeres porque vi sus faldas -aunque bien podrían ser otros tantos escoceses.
- Finis terrace -dijo Branly al bajar de la acera a la entrada del Wakamba. Entramos y nos sentamos a la barra. Branly pidió un jugo de naranja al camarero, que lo llamó socio como si lo conociera. Nunca se sabe con Branly.
-Éste es el zumo hacedor -explicó Branly.
Pedí lo mío, que era pie de manzana y café con leche -que apuré sin saber de dónde vendría mi prisa. Me levanté para irme. Pero vino a sentarse en mi asiento una mujer gorda y con catarro. Ella recogió sus mocos con un suspiro y la silla chirrió por el demasiado peso. De no haberse sentado la mujer gorda con catarro, de no haberla oído hablar, me habría quedado para pedir un café solo como siempre solía hacer de pie. ¿Cuánto se demora un café espresso y tomarlo? Cuatro, cinco minutos, tal vez menos -y nada habría sido lo mismo.
-¿Qué es el plato del día? -preguntó la mujer gorda.
-Los vanos -dijo Branly. Nos fuimos.
No salimos a la calle O sino que atravesamos la cafetería para subir siete escalones y salir por la puerta del fondo que da a la rampa interior del cine tautológico llamado -¿qué otra cosa?- La Rampa. La decisión se aprobó por minoría.[...]
Iba yo por La Rampa con mis calobares defendiendo mis ojos del doble reflector del Malecón y el mar fulgente, refulgente, como un espejo doble que esperara la reflexión dual de Venus -en su defecto de una venus. Cualquier venus. Tal vez ustedes sepan qué es una venus, pero estoy seguro de que no saben qué son, qué cosa eran los calobares. Eran gafas de sol o mejor contra el sol, de aros de metal blanco las baratas, de oro o plata las más caras: máscaras de cristal verde oscuro que garantizaban la total protección a los ojos nativos del trópico. Calor bar quiere decir, creo, barrera contra el calor aunque debiera decir contra el sol. (Pero entonces se llamaría sunabar .) En todo caso se llamaban espejuelos calobar. Espejuelos quiere decir pequeños espejos. Per calobares in enigmata diría san Pablo Rampa abajo como si fuera rumbo a Damasco -que viene de damas y de asco.
El mar allá abajo era del color del cielo sin nubes, sólo que era denso, intenso. Estaba además mechado de otros azules que eran estrías esmeralda, azul cobalto, azur, azul y, al fin, marino.
Al fondo, el Malecón era un telón pintado de recortado que se veía el paisaje marino. El Malecón y el muro eran de color arena que parecía una playa de cartón piedra aunque era de doble cemento armado. Ahí en el Malecón terminaba La Habana. El resto es el mar.
Fue cuando la vi por vez primera. Era rubia. No: rubita. Ella estaba allí a la sombra, pero el pelo, el cutis y sus ojos brillaban como si le cayera un rayo de sol para ella sola. Estuvo allí y allí estaba. Ocurrió hace más de cuarenta años y todavía la recuerdo como si la estuviera viendo. Desde entonces, no he dejado de recordarla un solo día, envuelta en un halo dorado como si fuera una sombrilla de oro, detenida un instante en el espacio para detenerse para siempre en el tiempo. Vestía modestamente o tal vez fuera un uniforme, no de escuela sino que vestía de blanco. Pero cuando pasó a la sombra su vestido se volvió traje sastre y no era blanco, sino de color arena clara. Nos vio mirándola y casi pidiendo ayuda dijo:
-Busco el número uno.
-Ése soy yo -dijo Branly.
-No, el número uno de la calle.
Me dio cierta pena su tono que era y no era una petición.
-Ése es el número uno -le dije señalando el edificio detrás de ella.
-Busco a alguien llamado Botifol.
-Beautiful -dijo Branly.
-Botifol -dijo ella después de mirar un billete en su mano.
-Se escribe Botifoll pero se pronuncia Beautiful.
Decidí intervenir.
-Tienes razón, se llama Botifoll y creo que sus oficinas están en ese edificio -dije volviendo a señalar detrás.
Su melena corta, rubia, suelta, se movía con el aire o tal vez seguía sus movimientos de cabeza, ladeados, vivaces, ella se veía como una mujer muy joven que se sabía muy vieja o una muchacha que acababa de hacerse mujer. Todavía recuerdo sus zapatos de tacón mediano que parecía que llevaba por primera vez. Pero su sonrisa, de este lado del mar, era como una espuma rompiente de sus dientes, más allá de sus labios gordos. Esa visión primera fue realmente subyugante. Ella era encantadora pero yo era el encantado. La brisa nos envolvía como una crisálida, pero ella era la mariposa volando entre Branly y yo y la gente que se apartaba para pasar por el lado. Era una mariposa diurna, con sus alas que era su pelo moviéndose horizontalmente como si quisiera posarse y no tuviera tiempo. La mariposa, un efecto alucinante más, hablaba.
-Está bien -dijo ella y se dio vuelta.
Era tan pequeña de espaldas como de frente. Volvió a volverse:
-En realidad busco el Canal Dos.
-Vas a necesitar un televisor -dijo Branly impostergable. ...l diría impostor Gable.
-Eso es -dijo ella-. La televisión. Buscan una recepcionista.
Había tanta seriedad en su respuesta, tanta inocencia en su voz atiplada por el esfuerzo, que me dio vergüenza ajena.
Ajena por Branly, y cuando dijo al final:
-Nos movemos.
-Que encuentres lo que buscas -le dije. ¿Era una gentileza más o un deseo?
-Eso espero -me dijo y la dejé ahí en la acera. Dimos la vuelta buscando Infanta por la calle P, donde estaba todavía el catafalco convertido en taxi. No parecía esperarnos pero entramos en él y nos fuimos Infanta abajo. Por el camino pensé, casi un reflejo, en aquella muchacha, muchachita más bien, que buscaba. Sentí una especie de dolor de muelas donde no había muelas. O un catarro sin virus.
-¿Pasa algo? -me preguntó Branly
-¿Cómo?
-Que si ocurre algo.
No reaccioné de inmediato al decirle:
-Creo que dejé algo en La Rampa.
-¿Como qué?
Moví una mano para decir:
-No tiene importancia.
Pero sí tenía.
-Olvidé algo saliendo del cine.
-Pero nunca entramos en el cine.
Puse una cara de circunstancia.
-¿Quieres que regresemos? Todavía hay tiempo -dijo Branly.
-Voy a regresar solo. No te preocupes.
-¿Ahora?
Cuando salía del catafalco sufrí un mal paso y por poco me caigo entre el contén y la acera. No me gustan las caídas: pueden ser un aviso. Pero a ese tropezón no le di ninguna importancia. Craso error. Pagué el regreso y decidí volver. Caminaba casi cojeando a la esquina cuando Branly me atajó:
-Eh. Es aquí. ¿Adónde vas?
-Voy a coger este taxi y regresar.
-¿Regresar adónde?
-Tengo que volver a La Rampa. Voy a ir con Wempa.
-¿Y qué vas a hacer allá?
-No lo sé todavía.
Abrí la puerta del taxi. Branly siempre me decía que iba a encontrarme con el diablo en un taxi.
-Vas -dijo Branly- a encontrarte un día con el diablo en un taxi.
¿Qué les dije? Entré y cerré la puerta para enfrentarme al taxista. El diablo estaba ya dentro. [...]
Al subir a la acera, casi llegando a la esquina, una muchacha rubia estaba a punto de subir al vehículo blanco. ¡Era ella! Con un pie ya en el estribo, la otra pierna con su pie sobre el contén, una mano sujeta a la puerta, la otra a punto de coger la manija pero todavía al aire tibio de la tarde temprana, por lo que le grité ¡No! (No tengo tiempo ni siquiera para las comillas.) Ella se volvió hacía mí y al mirarme no pareció reconocerme.
-¿Qué cosa?
-No. Te. Vayas.
Fue ante mi grito de paz que ella soltó la agarradera, se separó del autobús y puso los dos pies en la acera, la punta de uno de sus zapatos -eran Cuban Heels- concando levemente el borde del contén, mientras el otro pie permanecía firme detrás. ¿Hablaría latín? Yo. Porque en esos momentos suelo ser Spinoza (no hay narración sin Spinoza) y me alargo, me largo hasta el autobús para cogerla por un brazo porque se había creado entre ella y yo un vacío y mi naturaleza aborrece espinosamente el vacío: la escuela simpre deja secuela.
-Toda. Vía.
-¿Es conmigo? -preguntó ella.
-Sí -dije en la acera junto a la puerta trasera. Ahora alguien habló desde dentro y ella comenzó a separarse del contén, y él de ella: el enorme autobús, ya no un vehículo ni un vínculo. Cerró la puerta con un fuerte suspiro y, ballena blanca, arrancó: el motor ahogando infelizmente mis palabras:
-Que no te vayas.
-¿Y por qué?
-Porque soy contrario al olvido.
El autobús felizmente ahora ahogó mi ergotema con su ruido. Me acerqué para copiar. Copiar quiere decir aquí tomar nota. Copié su corto cuerpo cálido. Ella no se conmovió, ni siquiera se movió, hecha una estatua de sol. ¿Por qué no lo hizo? O mejor, ¿por qué lo hizo? Nunca lo supe y ella jamás me lo dijo. Pero fue un momento en el momento. ¿O fue un mandato superior? Ella nunca debió haber dejado de coger su autobús. Ese acto fallido la perdió y me ganó. De haberme ido entonces nunca la habría vuelto a ver, perdida ella en el tráfico, yo en el tráfago. Sabía, porque me he visto en el espejo, que tendría que ser ameno, divertido y volverme una especie de maestro de ceremonias de mí mismo.
-¿Qué buscabas?
-Una dirección
-Ya lo sé, pero para qué.
-Buscaba un trabajo. Anunciaron que querían una recepcionista. Imagínate, yo de recepcionista. Enseguida me cogieron.
-Te dieron el trabajo entonces.
- ¡Qué va!
-Como dices que te cogieron...
-No me cogieron para el trabajo, me cogieron porque mentí.
-¿Dijiste una mentira?
-Sobre mi edad.
-Pero eres demasiado joven para trabajar.
-No creas.
-Se te ve enseguida.
-Vamos a dejarlo ahí, ¿quieres?
-Si te molesta, puedo decirte que eres vieja.
-No me molesta, pero prefiero no hablar de mi edad. ¿No puedes hablar de otra cosa?
-Sí que puedo. Puedo por ejemplo recitarte el poema de Parménides.
-¿Quién es ése?
-Un poeta muy viejo con una barba muy larga.
-No me interesan los viejos.
-Puedo decirte en cambio que la noche está estrellada y a lo lejos tiritan los astros.
-¿Qué astros, por favor? El sol ni siquiera se ha puesto del todo.
-Bella, qué sabes de astronomía.
-¿Yo? Ni siquiera sé por qué se pone el sol. Además que mi nombre no es Bella.
-¿Cómo te llamas entonces?
-Estela.
-Ah, hemos vuelto a la astronomía. Estela es Stella y Stella quiere decir estrella. Eres estrella, entonces.
-¿De veras?
-De veras. Puedes llamarte Estrella.
-Prefiero llamarme Estela.
-Estela es lo que dejas detrás.
-¿Cómo te llamas tú?
-Me llamo como todo el mundo -le dije y le di mi nombre.
-¿Así se llama todo el mundo?
-Casi. ¿Y tú, cómo te llamas?
-Me llamo Estela.
-¿Estela a secas?
-No, mi apellido es Morris. Estela Morris.
-¿Tú no serás judía?
-¿Judía? ¿Qué cosa es eso?
-Polaca.
-¿Tú crees que yo tengo cara de polaca?
-No, pero bien podrías ser judía.
-No, que yo sepa.
-A lo mejor tu padre.
-Mi padrasto.
Dijo padrasto en vez de padrastro. Pedante que soy iba a corregirla cuando me dijo:
-Podemos cambiar de tema.
La cogí del brazo para cruzar la calle. Se dejó llevar hasta la acera, pero decidí cruzar otra vez la otra calle. Me detuvo el intenso tránsito. Esta esquina de Infanta y 23 necesitaba un semáforo porque era un riesgo atravesar esas calles. La llevé del brazo sin necesidad de atravesar ninguna calle, porque ahora allí estaba el largo edificio de La Rampa, con su restaurant Delicatessen y más allá el Dutch Cream, donde vendían una especie de helado y lo atendían unas muchachas vestidas de holandesas -o lo que el dueño creía que eran campesinas holandesas. Un poco más allá estaba el edificio art-déco del Ministerio de Agricultura.
Volví a ese plano inclinado de La Habana, pero ahora iba por la acera opuesta al cine La Rampa, subiendo, y cuando llegamos a la calle O torcimos, la torcí yo a ella, para subir hasta la entrada del Hotel Nacional.
El sol se pone todos los días, mañana como ayer, pero ella estaba ahí ahora, caminando a mi lado, cálida como la tarde, y ella era el presente. Carpe diem , me aconsejó una voz antigua -y eso hice. Nada de mañana y mañana para mí sino hoy, hoy, esa palabra que puede ser un hoyo pero que era, en ese momento que dura más de un momento, una suerte de eternidad. Ah, que el día se estire en una tarde larga, en una noche que no acabe, que venga la madrugada sin gallos que canten, con gorriones piando urbanos en cada esquina, vivos pero indiscernibles como seres humanos.



