La vida era sueño en el gozoso apocalipsis
Viena era en la Belle Epoque la capital europea más rica en nuevas ideas y movimientos artísticos. Von Hofmannsthal se hallaba entre las figuras más brillantes del momento. Poeta y dramaturgo, fue el libretista preferido de Richard Strauss. La ópera El caballero de la rosa, repuesta en el Colón, está animada por el espíritu de alegre y refinada decadencia de aquellos años previos a una catástrofe mundial.
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DESTINO singular el de Hugo von Hofmannsthal, libretista predilecto de Richard Strauss. Porque fue éste quien, con su música, aseguró la perduración de aquél como dramaturgo. Hofmannsthal, poeta reconocido desde muy joven, un niño casi, por su genial manejo del idioma, se preparó cuidadosamente para ser el autor teatral más importante en lengua alemana después de Goethe. Puso en el empeño inteligencia y sensibilidad excepcionales, y también cierta afectada pedantería de la que fue desprendiéndose al madurar. Sin embargo, rara vez o nunca se representan hoy sus obras, aun en los países de habla germana; en cambio, sus libretos para Strauss figuran en las carteleras de los grandes teatros de ópera en el mundo entero.
Hay varias explicaciones del fenómeno. La más evidente reside en la comunicación inmediata, visceral, de la música en sí (y más tratándose de la música avasalladora de Strauss) en tanto que el teatro de prosa requiere del espectador otro modo de recepción, lento y reflexivo. Y luego están las profundas transformaciones estructurales de la dramaturgia occidental desde fines del ochocientos, acentuadas y aceleradas a partir de la primera posguerra de este siglo. Transformaciones por completo ajenas al bagaje cultural de Hofmannsthal y a su obra literaria, que lo distancian de cualquier intento de quebrantar una tradición sagrada, la herencia secular de la cultura clásica.
El niño prodigio
Hugo Laurenz August von Hofmannsthal nació en Viena el 1º de febrero de 1874, de una familia de comerciantes judíos de origen checo, ennoblecida en 1835 por el emperador Fernando Iº. El apellido Hofmann se alargó y la partícula nobiliaria, von , señaló la calidad de Elder , o señor (equivalente al sir inglés), asignada al bisabuelo del poeta, Isaac Loew Hofmann. La distinción se debió a la actividad industrial de este personaje, fabricante de seda (con sus propios cultivos de morera y cría de gusanos) en Hungría, y de potasa en los bosques de Iliria-Valaquia: sus treinta y seis fábricas empleaban a más de mil personas cada una. Fue también un filántropo reconocido por la comunidad; en su escudo de armas hizo figurar al industrioso gusano sobre una hoja de morera, la alcancía de las limosnas y las Tablas de la Ley mosaica.
El hijo de Isaac,August Emil, no sólo piloteó hábilmente los negocios familiares en tiempos de borrascas políticas y financieras, sino que se convirtió al catolicismo al casarse en 1839 con la hija del duque de Leuchtenberg, Petronilla von Rhò. El padre del poeta, Hugo August Peter, nacido en 1841, se casó con Anna María Fohlentner, hija de un juez y notario de la administración real e imperial, cuyos antepasados venían de Baviera y de los Sudetes.
En resumen, el futuro poeta y dramaturgo pertenecía a las que en Viena eran llamadas "las familias", una alta burguesía, eventualmente una pequeña nobleza, de origen judío, gente de trabajo y de fortuna, gozadores y productores de cultura, mecenas de las artes y las letras, orgullosos de su educación y de sus principios morales. Viena era ese crisol de culturas, encrucijada de Occidente y Oriente, capital de un vasto imperio multirracial: ciudad de espléndidos palacios barrocos, donde reinaban la música y la poesía, donde el teatro era a la vez una obligación moral y una vidriera para lucir la magnificencia de la corte y de la burguesía acomodada. Ciudad de gentes amables, algo superficiales, tal vez, seguras de ser más artistas y menos solemnes que sus primos alemanes, orgullosas de su historia, de haber creado un imperio mediante matrimonios ventajosos y no por las armas; y siempre un poco nostálgicos de los tiempos de la emperatriz María Teresa, cuando Austria era en verdad una potencia de primer orden en Europa, es decir, en el mundo, desde fines del siglo XVII. Una atmósfera, en fin, donde reinaba una graciosa mezcla de jovialidad y de fastuosas ceremonias arcaicas.
En ese ambiente lujoso, acolchado, se crió Hugo von Hofmannsthal, hijo único protegido por sus padres con un cuidado cercano a la ansiedad. El padre era, según crónicas del tiempo, un hombre culto, fino y discreto, siempre vestido con irreprochable elegancia. La madre, Anna María, una dama irritable, ansiosa, de salud delicada y con tendencia a la melancolía: una persona difícil. La pareja comprobó, con alegría, que el pequeño Hugo daba muestras de genialidad. A los tres años aprendió a leer y poco después a escribir; no había para él juguete más placentero que un libro, ni juego más divertido que averiguar el significado de las palabras y combinarlas según sus sonidos, siguiendo lo que evidentemente era una música interior. Las dos abuelas contribuían a este precoz temperamento artístico. La paterna, con el refinamiento aristocrático y una reserva elegante pero nunca fría; la materna, con un interés apasionado por sus prójimos y por todo lo que fuera novedad intelectual. Escribe su biógrafo, Werner Volke: "Es imposible dar una idea de la infancia de Hofmannsthal sin mencionar el teatro...Las líneas de fuerza de la obra futura ya se presienten...".
La edad de la inocencia
A los diez años de edad, Hugo ingresó en el Akademisches Gymnasium de Viena, uno de los mejores colegios de la ciudad. Fue, desde el comienzo, el mejor alumno de su clase. Contaba con una sólida preparación previa, nacida de la inclinación natural y de la enseñanza de preceptores privados que lo prepararon para una educación clásica. A los doce años ya había leído a Goethe, a Schiller, a Kleist y al gran poeta austríaco Franz Grillparzer; a los quince, admirablemente dotado para las lenguas extranjeras, recorría sin tropiezos, en el original, a Homero, Dante, Shakespeare, Voltaire, Racine, Byron y Browning. Guiado por su padre, estudioso de la historia, asimilaba a Gibbon, a los "Monumenta Germaniae". Apenas si conviene precisar que se destacaba especialmente en los cursos del idioma alemán.
Sus compañeros de estudios lo apreciaban y admiraban por sus conocimientos, su vivacidad y su inagotable conversación sobre todos los temas. Pero, años después, lo recordarían como alguien siempre un poco lejano: "No participaba sino con frialdad de la vida y las ocupaciones de sus camaradas -escribió uno de éstos-: receptivo de todo lo que lo rodeaba, no se apasionaba, sin embargo, por nada en particular; parecía estar allí solamente para recoger impresiones y vivir con ellas y por ellas". El propio Hofmannsthal lo reconoce en un esbozo autobiográfico, La edad de la inocencia : "El niño de ocho años jugaba de otro modo, aunque más no fuere porque estaba solo la mayor parte del tiempo,. Gozaba de la rara felicidad de estilizar su medio ambiente y de disfrutar del mundo cotidiano como de un espectáculo. De pronto parecía despertar y se asombraba de sí mismo y de mirarse vivir". El niño era el actor de los sueños creados por él mismo. En otra parte de ese texto, titulado "La encrucijada", el niño, solo con un viejo sirviente, vive "una infancia demasiado juiciosa, en una armonía que se bastaba a sí misma".
Importa consignar que el poeta supo siempre que ésa era su situación en el mundo y que no ignoró nunca, desde la adolescencia, los peligros implícitos en tales condiciones de vida: el narcisismo y el egoísmo. Ya casado y padre, en carta escrita en 1907 a su antiguo condiscípulo Stefan Gruss, Hofmannsthal reflexiona: "...la extraña, casi inquietante condición psíquica, la aparente dureza de corazón, la aparente deslealtad, que tanto te sorprendieron en mí y que más de una vez me han inquietado a mí también... sé que esa condición psíquica no es sino la situación moral del poeta entre los seres y las cosas".
Fin de siglo vienés
Seis años más joven que Hofmannsthal, su compatriota y colega Robert Musil se burló cruelmente de la monarquía austrohúngara en la monumental novela El hombre sin atributos. El Imperio es el reino de Kakania (de Kaiser und Koenig , emperador y rey, el título oficial del soberano) y su declinación, su aparente inutilidad en el concierto de las naciones europeas (la historia probaría, en este siglo, lo contrario), provoca por igual la carcajada y el espanto. A Hofmannsthal, esa novela le habría sonado a blasfemia: para él, el Imperio y la monarquía dual eran mucho más que la cáscara vacía de un ceremonial arcaico, eran una razón de existencia y una necesidad moral. Cuando el régimen efectivamente se derrumbó, en 1918, la fuente creadora del poeta cesó de manar. Contribuyó todavía a la creación de los Festivales de Salzburgo y entregó a Strauss el sorprendente libreto de La mujer sin sombra , pero ya no era, ni volvería a ser, el mismo.
Falta tiempo, sin embargo, para llegar a ese final melancólico. Era verdad que el trono de los Habsburgo se tambaleaba, mantenido en pie tan sólo por el amor entrañable que el pueblo sentía por su viejo emperador, Francisco José, sobre quien se habían abatido todas las desdichas del mundo. Pero en ese ocaso político, en esa belle époque que se deslizaba hacia el vacío, Viena fue el centro irradiante de las transformaciones culturales que conformarían la modernidad. Para asombrarse de la reunión de genios convocados por la venerable metrópoli del Danubio, basta señalar que por sus animadas calles, entre los palacios prestigiosos y los flamantes monoblocks destinados a la clase obrera (Austria fue el primer país europeo en adoptar medidas de equiparación social), circulaban personajes como Mahler, Freud, Schönberg, Klimt, Rilke, los arquitectos innovadores, los dramaturgos de vanguardia.
El muy joven Hofmannsthal fue recibido con entusiasmo por los medios culturales de su ciudad. Se publicaban sus poesías -muy influidas por el simbolismo y el decadentismo-, se las comentaba con admiración, se le pedían nuevas entregas todo el tiempo. El complacía a sus seguidores, aunque a veces se disculpaba porque debía rendir sus últimos exámenes del bachillerato. En 1891 publica su primera obra con forma dramática, o, como lo precisa una reedición de 1904, su primer "estudio dramático", en verso, titulado Ayer , diez escenas ubicadas en el Renacimiento italiano, época que seguirá siendo uno de sus escenarios favoritos. El autor, escondido bajo el seudónimo de Theophil Morren (los escolares no estaban autorizados a publicar), se hace célebre con su poema dialogado. En el departamento del dramaturgo Arthur Schnitzler ( La ronda ), Hofmannsthal lee a los amigos "su pieza en un acto, de color azul cielo". Años después hablará de ella como del embrión de "la comedia social encarnada bajo forma poética", de donde parte una línea que, pasando por El aventurero y la cantante , Silvia en la Hostería de la Estrella y El regreso de Cristina , desembocaría en El hombre difícil .Títulos todos de fragoroso éxito en su momento y hoy olvidados por completo, lo mismo que La muerte de Ticiano , cuyos primeros versos ya se esbozaban en 1890.
La visita de Eleonora Duse a Viena en 1892, el conocimiento, hacia la misma época, del teatro simbolista y alucinado de Maeterlinck, impulsan cada vez más la vocación teatral de Hofmannsthal. En 1893, El loco y la muerte , pieza conocida primero en forma de libro, obtiene un éxito colosal. Es casi el equivalente de Las tribulaciones del joven Werther de Goethe, en el siglo anterior. Vendió 275.000 ejemplares, tuvo veintiséis ediciones, pero en vano el autor pretendió hacerla representar en el prestigioso Burgtheater de su ciudad natal. Se haría en Munich, en 1898, dirigida por Max Reinhardt, quien la repondría en Berlín diez años después.
Hofmannsthal se casó el 8 de junio de 1901 en Viena con Gertrude Schlesinger, hija del secretario general del Banco Angloaustríaco. Fueron a vivir en una encantadora casa de la época de María Teresa, llamada el palacio Fuchs, en Rodaun, a veinte minutos de tranvía del centro. En 1902 escribe la célebre Carta de lord Chandos , ya avisado de los presagios catastróficos que se ciernen sobre su amado Imperio y sobre Europa toda. En 1904 termina una tragedia en verso y en cinco actos, Venecia salvada , de magnificiencia formal pero donde los críticos advierten cierto anacronismo. Especialmente si se tiene en cuenta que por ese entonces Frank Wedekind presenta El espíritu de la tierra y La caja de Pandora , es decir, Lulú , otra manera de escribir y de representar teatro. Hoffmannsthal seguía fiel a Shakespeare, a Calderón, a los misterios medievales, a los autos sacramentales, a los trágicos griegos.
La furia de Electra
En busca de esa tradición que siempre le pareció indispensable como base de su propia obra, Hofmannsthal revisa la Electra, de Sófocles. Es el descubrimiento. La orgía de sangre, el matricidio, el desborde de pasión vengadora que, al ser saciada, sólo puede desembocar en la muerte, arrastran al poeta. En febrero de 1906, un director de orquesta y compositor en vías de la celebridad, Richard Strauss, diez años mayor que el dramaturgo vienés, le pide permiso para poner música a su versión de Electra.Es el comienzo de una colaboración cuyos frutos perduran entre los mayores logros de la cultura europea y occidental. Se entendieron bien, el austríaco refinado y el alemán, tal vez algo más tosco pero poseedor de un instinto teatral más seguro que el de Hofmannsthal. Tanto, que engendraron por lo menos cuatro obras maestras -Electra, El caballero de la rosa, Ariadna de Naxos y La mujer sin sombra- y algunas otras no desdeñables: la encantadora Arabella, Helena egipcíaca y el ballet La leyenda de José.
El derrumbe de la monarquía fue un golpe difícilmente soportable para Hofmannsthal. A partir de allí, arrastró un prestigio muy grande, es cierto, pero también una gran tristeza. Se sentía olvidado, incomprendido. El 14 de julio de 1929 se suicidó su hijo Franz, por motivos nunca aclarados. El 15, cuando se disponía a acompañar el cortejo fúnebre, una apoplejía lo fulminó. La reacción mundial desmintió enfáticamente sus agravios: se lo reconocía como un escritor importante y un genio en el uso del idioma alemán. Su colega, el gran novelista Hermann Broch (La muerte de Virgilio) resumió como nadie la situación de Hofmannsthal en el mundo moderno: "El no veía sino con demasiada claridad que todas las causas que sostenía estaban perdidas: el mantenimiento de la monarquía austríaca, a la que había amado y a la que nunca dejaría de amar, carecía de esperanzas; sin esperanzas, la inclinación a una nobleza que ya no tenía sino una existencia caricaturesca; sin esperanzas, la sumisión al estilo de un teatro cuya grandeza no descansaba ya sino sobre los alumnos de algunos actores sobrevivientes; sin esperanzas, su deseo de revitalizar, mediante una gran ópera barroca y abigarrada, todos esos restos heredados del apogeo del siglo de María Teresa. Su vida fue un símbolo, el noble símbolo de una Austria en vías de desaparición, de un teatro en vías de desaparición: un símbolo suspendido en el vacío, pero nunca un símbolo del vacío".






