Leopoldo
Carlino compra sólo lo necesario, pero Leopoldo tiene la costumbre de manotear todo lo que le gusta.Cuando llegan a la caja, el doctor se encuentra con que el carro está lleno de latas de sardinas, salmónahumado, frascos de anchoas, menudos de pollo, salchichones...
Cuando el doctor Carlino hace las compras en el supermercado de su barrio siempre lleva con él a su gato Leopoldo. No quiere dejarlo solo en casa porque es un gato jovencito y –según el doctor– bastante atolondrado.
Así que lo lleva, lo sienta en al carrito y juntos recorren las góndolas. Llaman la atención de los clientes porque los dos van peinados igual, con raya al medio.
Carlino compra sólo lo necesario, pero Leopoldo tiene la costumbre de manotear todo lo que le gusta. Cuando llegan a la caja, el doctor se encuentra con que el carro está lleno de latas de sardinas, salmón ahumado, frascos de anchoas, menudos de pollo, salchichones, queso untable y copos de cereal para tomar con la leche.
Como le da vergüenza devolver todo eso, paga sin chistar y se van.
Ya en la calle, le arma una escena al gato –una escena de duros reproches– y le jura que no lo va a llevar más al supermercado. Pero siempre lo lleva.
Hará cosa de dos o tres semanas, en uno de esos paseos, Carlino notó que Leopoldo no había manoteado los frascos de anchoas, ni la merluza congelada, y que circulaba indiferente entre las mortadelas. Ese mismo Leopoldo, que otras veces había estado a punto de caerse del carro por alcanzar una salchicha parrillera, paseaba una mirada distraída delante de sus golosinas favoritas, como si nada de eso le interesara.
En las visitas siguientes ocurrió lo mismo.
El doctor observó con preocupación la nueva conducta de su gato. No lo notaba enfermo, pero tampoco tenía esperanzas de que se hubiera regenerado.
¿Qué pasó el lunes?
El lunes fueron los dos como siempre al supermercado y en una de las vueltas Carlino encontró a Leopoldo hipnotizado delante de una góndola llena de latas de paté para gatos. ¡De nuevo!
–Leopoldo –le dijo–, usted tiene comida fresca en casa, así que olvídese del paté, que además es muy caro.
Siguió adelante con las compras, pagó y encaró hacia la puerta.
A punto de cruzarla, descubrió con horror que Leopoldo se había escamoteado una de las latas. Él no se había dado cuenta, la cajera tampoco... Lisa y llanamente: un robo.
El doctor Carlino sufrió un mareo de disgusto.
Se imaginó descubierto por la vigilancia del supermercado. Una escena bochornosa donde él, parado en medio de un círculo de gente que lo señalaba, trataba de explicar la conducta delictiva de su gato. Gato que, para zafar, se iba a hacer el bobo como de costumbre. Expulsado por cómplice, prohibida para siempre la entrada al supermercado, Carlino se veía convertido en la humillación del barrio, los otros comerciantes cerrándole la puerta en la cara, mudándose de municipio para poder comer.
Junto a una columna, el gato contemplaba, extasiado, la lata.
Para el doctor sólo había una manera de solucionar eso con dignidad: volver atrás, confesar, afrontar la situación, obligar al gato a devolver la lata. Una manera de educarlo, de paso.
Cargó las bolsas, el gato, la lata. Pidió hablar con el encargado.
Le explicó al hombre lo sucedido.
Dijo que, evidentemente aprovechando un descuido suyo –¡qué torpe era!–, Leopoldo se había apoderado de la lata con intención de comerse lo que había adentro apenas llegara a casa. ¡Como si en la casa lo mataran de hambre! Con ese gato no ganaba para rabietas, viera. Porque, encima, era el mismo problema de siempre: tenía un barril sin fondo para las golosinas, una gula insaciable, enfermiza. ¡Y él alimentándolo con su jubilación de médico! Por culpa de ese animal iba a terminar pidiendo limosna en la escalinata de la parroquia.
–Y ahora, Leopoldo, me le devuelve la lata al señor. O la paga. ¿Trajo efectivo? ¿Tiene tarjeta?
El encargado escuchaba a Carlino y miraba al gato.
El gato, aferrado a la lata. Por mucho que Carlino forcejeara, no había forma de despegársela.
De pronto observó que, en la etiqueta, había una foto de una gatita blanca, persa, de ojos verdes.
Oh, Dios.
–¡Leopoldo!
El doctor Carlino estaba totalmente desconcertado. ¡Pero cómo! ¿Desde cuándo su gato...?
–¡LEOPOLDO!
El encargado bostezó.
–¡Eh, don Carlino! Usted y yo, a la edad de su gato... ¿se acuerda?
Carlino trató de hacer memoria. Le vinieron a la mente muchas cosas, pero no se acordaba de haberse enamorado jamás de ninguna gata persa.
–Don Encargado, créame...
–Pague la lata y vaya nomás. No es la primera vez que pasa. –El hombre desapareció entre una pila de gaseosas.
Carlino se arrastró hacia la caja. La casera marcó el paté, preguntó si tenía algo para descontar, entregó el ticket y el vuelto, se miró una uña rota y comentó:
–Los gatos crecen, doctor.
Un minuto después Carlino respiraba el aire puro de la vereda, siempre con las bolsas, el gato, la lata. Leopoldo, abrazado a la lata, se llevó por delante un macetero.
Estaba algo emocionado el doctor.
¡Su gato! ¿Quién lo hubiera dicho? Le pareció que había sido ayer cuando se lo dejaron en el jardín envuelto en una media y tuvo que alimentarlo con una mamadera de muñeca...
Lo miró y no pudo reprimir un suspiro. Pensó en las nuevas y muchas ?preocupaciones que lo esperaban: aventuras nocturnas de Leopoldo, peleas en el tejado con los otros gatos, los peligros de la calle; Leopoldo que desaparece cuatro días y vuelve a casa sucio, afónico y descosido; Leopoldo inapetente por amor. Y también; ¿encontraría Leopoldo una gatita como ésa? ¿Sería el suyo un amor correspondido? ¿Por qué no? Después de todo era un lindo gato. Y grande.
De 18 de amor (Sudamericana)
Ema Wolf
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