
Lúcidas miradas críticas
En esta lectura de los Escritos sobre la literatura argentina (Siglo XXI), de Beatriz Sarlo, la autora del artículo analiza los pliegues de este notable volumen del que emerge un panorama personal de nuestras letras
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Expuesto como está al importante volumen de crítica literaria que circula en estos días, el lector -el vulnerable lector- agradece en Escritos sobre literatura argentina , de Beatriz Sarlo, la sensación de permanente confianza que inspira, por el ajuste de un tono donde sobresale una deliberada sobriedad, es decir, el rechazo de toda pirueta estilística o fuego artificial gratuito. Se puede estar de acuerdo o no con Sarlo: su entusiasmo por Juanele, por ejemplo, parece exagerado, y tampoco todos compartiríamos su afición por la poesía de Juana Bignozzi, a nuestro modo de ver sobrevalorada. Pero lo que no cabe reprocharle de ninguna manera es el menor asomo de frivolidad: Sarlo aparece como una mentora severa que en ningún momento afloja la intensidad sagaz de su mirada y produce constantemente observaciones inesperadas y preguntas inteligentes, que alumbran de un modo imprevisible los textos más recorridos de nuestra literatura. Y algo que debemos agradecer, además, a la escritura de Sarlo es la ausencia de parafernalia académica. Salvo en contadas ocasiones donde aparecen ideologemas y otras hierbas de la misma especie, o en los textos que preceden a los estudios referidos a los escritores actuales, nos exime, afortunadamente, de los rizomas y deconstrucciones con que suelen desconcertarnos algunos de sus colegas, que hacen de la crítica literaria una suerte de púlpito científico anexo a sus cátedras.
No hay en este libro audacias excesivas ni fórmulas fulminantes, aunque no faltan las frases felices, como cuando Sarlo señala que en Historia universal de la infamia Borges borra la estética de la crónica roja y "deja sólo la caligrafía de la muerte, simple como una pincelada china"; o el memorable escolio sobre la sonrisa de Beatriz iluminada por Borges. Más que una visión removedora de la literatura, encontramos una mirada inteligente sobre textos; pero se trata, eso sí, de una mirada singular. Porque en cierto sentido, puede considerarse a Sarlo como una maestra de la sospecha, ya que ciertos rincones poco explorados de nuestros clásicos se iluminan bajo su linterna con fogonazos oblicuos que perforan eficazmente la costra de los habituales comentarios en los que incurre la crítica académica. Su descripción de la polaridad en la que se mueve Arlt, entre los campos del pensamiento mágico y la tecnología contemporánea, y la hipótesis sugerida de que esta esquizofrenia, unida a su gusto extremista por la hipérbole, derivaba de su conciencia de no pertenecer al mundo literario al que aspiraba, son pruebas de un talento poco común para interpretar los signos más rebeldes que puede ofrecer un texto plagado de ambivalencias y enigmas poca veces enfrentados con acuidad comparable a la que se despliega en estas páginas.
Asimismo, la puesta en valor del bilingüismo de Roberto Raschella muestra a las claras cómo una ensayista que no proviene del mundo lingüístico puede analizar la complejidad de estos textos con un criterio muy superior, en nitidez y lucidez, a los temibles ensayos sobre literatura que suelen provenir del mundo lingüístico. Raschella dice que se puede escribir en el plural de las lenguas, señala Sarlo, y afirma las potencias de los idiolectos sobre el poder del lenguaje; por eso su novela, Diálogos en los patios rojos , es anarquista en un sentido profundo. Todo es relevante y convincente en este imperdible párrafo dedicado al delicado equilibrio entre lengua canónica y lengua marginal (porteño y calabrés), entremezcladas audazmente en la misma prosa: "las palabras en dialecto se incrustan en el español como altorrelieves sólidos". En el otro extremo de sus entusiasmos, Sarlo produce un análisis salomónico sobre Contorno donde expone juiciosamente los logros y los límites de esta empresa tan expuesta a la hiperinflación en los claustros universitarios. "Es notorio que Contorno no pudo leer a Borges", dice Sarlo con borgesiana e implacable concisión.
Se sigue a Sarlo con una mezcla alternativa de adhesiones y reticencias: hay relámpagos de aciertos -cuando acerca a Juanele a Debussy, Girondo a Duchamp, o cuando propone un folletín sobre Rayuela titulado La venganza del éxito - y otras afirmaciones que suenan arbitrarias: no parece que entre las virtudes predominantes de Sarmiento campeara la de la inseguridad; si bien el narcisismo de Gálvez y su obsesión por un reconocimiento literario mayor que aquel con que contaba resultan incuestionables, no hubiera estado de más, acaso, tratar de explicarse la enorme popularidad de sus novelas; en el caso de Lugones, se querría una confrontación más directa con los poemas que acompañan y contrastan las impetuosas cartas a Aglaura.
Con respecto a Victoria Ocampo, Sarlo avanza saludablemente muchas leguas sobre la incomprensión de sus contemporáneos -ya sea procedentes de la UBA o de Página 12 - ante una figura tan polémica. Pero aun así insiste Sarlo en dos clichés injustificados: el primero, el que hace de ella fundamentalmente una traductora, noble y eximio oficio sin duda, pero al que no se puede reducir el talento multiforme y extravagante de una mujer de la que José Bianco -un escritor poco propenso a las reverencias- decía que no conocía a nadie tan inteligente. El segundo cliché es el que la pinta como admiradora ingenua e incondicional de los seductores de turno. Si bien algunos de los entusiasmos de Victoria fueron sin duda arbitrarios y excesivos, como ella misma, se olvidan demasiado sus flechazos tan venenosos como certeros, en particular con respecto al mismo Valéry, al que Sarlo presenta como uno de sus ídolos intocables. (Tampoco conviene olvidar el temperamento Ocampo, cambiante e histriónico, que le permitía matizar admiraciones y sarcasmos con admirable precisión.) Pero Sarlo da en la tecla cuando dice que mientras que comprar un vestido Chanel para las mujeres de su clase era un gesto de consumo, para Victoria se trataba de una elección estética. Años atrás, Sebreli había dicho que Victoria Ocampo era una oligarca, pero ninguna oligarca podía jactarse de ser Victoria Ocampo: Sarlo continúa y amplifica esa línea en una dirección incuestionable: "La oligarquía no tiene el gusto de esta descarriada, que nunca renegó de su origen pero creó una red intelectual que le permitió desviarlo".
Sarlo es clara y frontal cuando denuncia valientemente el matonismo gratuito de algunos de nuestros círculos intelectuales ("Se practica la condescendencia con la obra de Cortázar"), y procede a señalar lúcidamente una característica típica de su literatura: Cortázar no habla de ciudades, como se ha dicho hasta el cansancio, sino de pasajes: "las consecuencias del extrañamiento, del exilio y, por supuesto, de la traducción (una máquina de pasaje)". Así la apreciación, lejos de todo afán pintoresquista, afina la percepción de lo original, novedoso y profundo en esta perspectiva de Cortázar poco registrada y valorada.
El hedonismo con que Sarlo se aproxima a estos textos es relativo; y en consonacia con su propósito, cultiva una prosa castigadamente modesta, lejos de todo sensacionalismo o suspenso estratégico. Vale más, en su horizonte crítico, la pregunta sobre los modos en los que la experiencia histórica se articula con la literaria y las maneras en que esta interacción va produciendo modificaciones culturales visibles en los distintos paisajes generacionales que van configurando la memoria colectiva. Sarlo no acude a la literatura por afán de placer, sino para enterarse y enterarnos de estas conexiones; como lo ha dicho ella misma, "hago crítica porque siempre hay algo en los libros que me resulta incomprensible y quiero explicármelo".
Pero lo que prevalece en este extenso libro -cuatrocientos setenta páginas de apretada y pequeña letra, más apto para la consulta y la incursión intermitente que para una sostenida lectura- es la filosofía estética propia de la época de Sarlo, su devoción por los pliegues, las ambivalencias, los quiebres, la ironía, la reivindicación del detalle, la suspensión de sentido, todo lo que aleje de las certezas y las intensidades que aparecen como peligrosos síntomas de fascismo mental y autoritarismo decadente, propio de épocas perimidas. Su credo concuerda con el de Borges cuyo análisis es el más original, el más jugado, como si fuera el único interlocutor a su nivel. Consiste en una interrogación sobre las formas y los materiales, una reflexión sobre las operaciones del discurso. Mesura, austeridad, reticencia: estas cualidades que Sarlo asigna a Borges -y que evidentemente admira- son acaso las que imantan su propio estilo. En cambio, la pasión es en Martínez Estrada una enfermedad y en Lugones un peligroso descentramiento.
A riesgo de parecer anacrónica, quisiera decir que, a la vuelta del milenio, esta estética puede estar resultando fatigante y fatigosa en demasía. Se tiene la impresión de que si a las mesas de las grandes editoriales llegara, en términos y lenguaje contemporáneo, algo comparable a la pasión Stendhal, a la locura Dostoievski o al huracán Sarmiento, un lector displicente descartaría estos escritos con una breve nota: "El autor cree entender algo de algo y se toma demasiado en serio a la vida".
Aunque el tópico del "todo tiempo pasado fue mejor" resulte invariablemente reaccionario, parece inevitable advertir que los mayores y mejores entusiasmos de Sarlo se proyectan hacia textos que van de la mitad del siglo XX hacia atrás. Aun cuando sostiene la necesidad de leer el pasado desde el presente, no puede ignorarse que finalmente son Sarmiento, Borges, Cortázar, Arlt quienes inspiran los momentos más incisivos y originales de su reflexión, mientras que los escritores contemporáneos son registrados en general con cierta distancia cuidadosamente objetiva, casi entomológica, con una curiosidad prolija y no exenta de ironía (como cuando, a propósito de Piglia, Sarlo afirma que se trata de uno de los más originales lectores de la literatura argentina, un elogio de doble filo digno de Borges).
Asimismo, el juicio sobre Aira -aparte del reconocimiento de su maestría, que consiste en disimular que sabe lo que sabe- parece demasiado elusivo y cauteloso, teniendo en cuenta que se trata de un autor muy afín a la estética a la que parece apuntar Sarlo: muy probablemente valieron aquí otras ambivalencias. Mientras en 1926, en El tamaño de mi esperanza , Borges adelantaba provocadoramente una terna de escritores desconocidos o vilipendiados -Carriego, Macedonio y Güiraldes- como sus preferencias máximas, Sarlo no se atreve en general a revelar jóvenes talentos ignotos. También es evidente que sólo en la franja contemporánea se permite Sarlo juicios negativos, como los referidos a Saccomano o a Gusmán. Curiosa también -pero probablemente no fortuita- es la omisión del género ensayístico, salvo en el caso de Martínez Estrada y en algunas notas al pie de página donde muy pocos colegas gozan del privilegio de ser nombrados. Y aunque no se trata de un intento enciclopédico, sino de una reunión de escritos dispersos en artículos a partir de los años 80 -prudentemente, el libro se titula Escritos sobre literatura argentina -, algunas omisiones de escritores emergentes parecen reveladoras, como, entre otras, las de Sylvia Iparraguirre, Guillermo Martínez, Alicia Dujovne Ortiz o el Feinmann de La sombra de Heidegger .
La pregunta insoslayable, acaso insoportable, que se deriva de las preferencias de la autora por escritores anteriores, no atañe a la competencia crítica de Sarlo sino al decurso mismo de la literatura argentina, que acaso no ha visto asomarse talentos comparables a partir de los años setenta. La capacidad de remover desde un punto de vista original y subversivo las pautas mismas de la literatura con un lenguaje distinto y sustentable parece haber descendido dramáticamente entre nosotros, y no todo en este descenso puede atribuirse a los años de plomo. Sarlo no enfrenta esta pregunta, cuyo sentido acaso no comparte. No se trata de una ingenua carrera cronológica según la cual nuestros abuelos escribirían mejor que nosotros, sino de los factores profundos que han empañado una energía gigantesca, capaz de catalizar nuestros interrogantes, nuestros intereses, nuestros entusiasmos más espontáneos y genuinos. No cabe imaginar escritores más diferentes que Borges, Arlt o Cortázar: sin embargo, en ellos se recorta una suerte de identidad indeclinable para todos nosotros.
Muy diferente es el panorama disperso y ondulante de la literatura actual, dividido entre experimentos, marketing y fashion , que pocas veces arrastra nuestra voluntad de identificación colectiva a nivel del imaginario literario. Las excepciones son apenas brillos intermitentes, no reconocidos o reconocibles en la niebla habitual de la crítica obsecuente, hermética o esnob. "Arte es lo que resiste al desgaste producido por el consumo", dice Arendt, citada por Sarlo. Pero acerca de esta resistencia no hay mayores testimonios en este libro, ya sea que se trate de Cucurto o de Aira. La frivolidad y la distancia con que se ejerce la literatura es a la vez causa y consecuencia de la derrota de la literatura a manos de lo mediático, pero algo en nosotros se rebela furiosamente al pensar que nuestros referentes actuales son figuras televisivas: no nos parece merecer tanta ignominia. De estos avatares no se ocupa Sarlo en este libro, y acaso no fuera justo reprochárselo. Pero sí cabe esperar que en libros futuros la intelligentsia argentina, con expositores tan solventes como Sarlo, muestre el camino de una literatura más atrevida, distinta, apasionada y respirable.




