Murió Federico Monjeau, el crítico artista
No siempre se tiene la suerte de ser contemporáneos de una inteligencia excepcional puesta en juego en un diario. Es lo que pasó con el crítico de música Federico Monjeau, que murió esta mañana a los 63 años a causa de complicaciones de un infarto. Los espectadores y lectores atentos habrán aprendido de él durante todos estos años a pensar sobre lo que escuchaban, y quienes escribían de música, y más en general de arte, habrán aprendido a escribir. Era imposible no ser mejor después de leerlo.
Monjeau fue, sin duda, un crítico de música fuera de serie, el mejor que haya dado la Argentina y, sin exageraciones nacionalistas (que él tanto aborrecía), de cualquier otro lugar que se quiera. Esto salta a la vista a todo lector más o menos informado. Fue eso y, por serlo, fue más que eso. El arte del ensayo y la historia de este arte tienen en él un modelo al que se tiende, aunque se sabe irrepetible.
Había nacido en Mar del Plata el 19 de abril de 1957, pero hay que decir que reunía las virtudes que alguna vez tuvieron los porteños: la discreción, el universalismo, el refinamiento franco, que no por fino se guarda algo, la elegancia que no quiere llamar la atención sobre sí misma, la amistad generosa. Tras los estudios musicales en Brasil, donde había ido exiliado, empezó hacia 1984 su tarea en el campo de la crítica, primero en La Razón y por fin en Clarín, con cuyas notas cambió para siempre la manera de entender y de escribir la crítica musical. Su novedad no admite una explicación simple, pero podría arriesgarse que le dio a su ejercicio una orientación filosófica, en la que fue crucial la fecunda y originalísima lectura de Theodor W. Adorno, unida a una sensibilidad para escuchar que no venía de los libros sino de la experiencia. De ahí su condición irrepetible, como la de cualquier artista, aunque él no quisiera reconocerse como tal. El compositor Martín Bauer, creador además del Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín, solía decir que Monjeau, cuando escribía, y acaso antes de poner nada en palabras, “le cazaba el fantasma a la obra”, lo que quiere decir que, sin traer nada desde afuera, escuchaba lo que nadie más había podido escuchar. Daba en blanco, o bien por una intimidad técnica, o bien por un símil inesperado pero el único posible, el único exacto (como cuando hizo notar que Dérive II, de Boulez era “un largo chorizo”). No habrá una sola línea, de las innumerables que escribió, que no esté justificada estética y éticamente.
En 1991, fundó y dirigió Lulú (definida como “revista de teorías y técnicas musicales”). No salieron más que cuatro números, pero esos cuatro solos valen más que varias bibliotecas. En la nota editorial del número 1, escribía Monjeau: “Sin mayor riesgo de una mala generalización, podría decirse que la producción musical, tanto local como internacional, ha contado en este país con una representación escrita de segundo orden, como es la crítica periodística. No es necesario extenderse sobre el hecho de que la producción actual no tiene existencia en tales crónicas”. No debería concluirse de esta frase que Monjeau desdeñara el periodismo. Por el contrario, en una conversación casual en la que, un poco inútilmente, se discutía que haría cada uno de los interlocutores si tuviera una cantidad considerable de dinero, él respondió que fundaría un diario. En cambio, aquello que se llamaba entonces “música contemporánea” y que sería mejor llamar “nueva”, tuvo en Monjeau la escritura que pedía, e incluso la anterior, la de la Segunda Escuela de Viena, que conocía como nadie. ¿Cómo escuchar ya las piezas de Gerardo Gandini, Mariano Etkin o Morton Feldman sin sus palabras? Tal vez más adelante alguien pueda. Nosotros ya no, y esa es nuestra ganancia.
Su primer libro, La invención musical (2004) fue el resultado feliz de esa faena, de sus funciones como titular de Estética musical en la Universidad de Buenos Aires y, en medida nada menor, de los artículos que fue publicando en Punto de Vista, la revista que dirigía Beatriz Sarlo y cuyo consejo de asesor integraba. El arco que une el problema del progreso y la metáfora es también el arco de las preocupaciones que lo atarearon siempre. Su libro siguiente Un viaje en círculos. Sobre óperas, cuartetos y finales, publicado por Mardulce en 2018, es una prueba cabal de su posición sobre la escritura. Monjeau no recopila sus artículos, pero el libro no habría existido acaso sin el origen periodístico en Clarín de muchos de sus capítulos, lo que es la constatación de la completa coherencia de su pensamiento y de su escritura: como pasaba con Borges, no existió nunca para él diferencia alguna entre el piso intelectual de un libro y el de un diario. Estaba por publicar Viaje al centro de la música moderna. Conversaciones con Francisco Kröpfl (Gourmet).
Amaba a Schubert, a Debussy, a Ruth Crawford, a Proust. Por lo demás, con Federico Monjeau muere toda una época de la cultura, y probablemente también la propia crítica musical argentina. Debemos estar agradecidos de que el término sobreviniera en el esplendor.
La despedida de Martín Bauer*
¿Existe la música triste? ¿Es posible que la música esté triste? Sin duda existe la tristeza aunque no sepamos bien qué es. Quizás se trate tanto de un intento de escapar del camino laberíntico que nos lleva a veces al abismo de la melancolía, como de responder a la exigencia imprescindible de la vida de no detener el movimiento. Pero también puede haber alegría en todo eso.
Federico Monjeau era serio en serio. Y si es cierto que algunas personas pueden enseñarle algo a otras, yo de él aprendí eso. Aunque me costara. Porque – lo digo nuevamente- la seriedad es cosa seria. Un don.
Ya aprendimos que quizás un amigo no es indispensable pero si es irremplazable. Tampoco es posible honrar eso que de repente falta, aunque sí es posible seguir honrándolo. Como venimos haciéndolo. Porque también hay en el amor y la amistad, un compromiso que no se reduce a los que nos pasa o a lo que sentimos.
El pudor, la moderación rondan la perplejidad que nos produce esta tristeza infinita. Ya sabemos. Las desgracias existen. El desconsuelo que se suma al desconcierto que se suma a la incertidumbre y al dolor, nos recuerda que “hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir”.
Adiós, querido Fede.
*El autor es compositor y dirigió el Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín