
Música para maestros y aprendices
Una sola vez en la vida intenté enseñarle a escribir a un periodista que también quería ser narrador de ficciones. Y fracasé. Esa derrota personal se la adjudico, ante todo, a mi impericia como docente y tal vez, al hecho de que me he pasado la vida tratando de aprender a escribir y sintiéndome un amateur perpetuo y gozoso. ¿Cómo ser maestro de alguien si uno sólo se reconoce a sí mismo como un alumno crónico?
Recuerdo la tremenda impotencia que me provocaba tratar de transmitirle a otro el don de la literatura. Se le puede enseñar a alguien la técnica de la redacción y algunos trucos para darles carnadura a los personajes, armar escenas y desplegar diálogos creíbles. Pero no se le puede implantar el oído para la prosa ni la imaginación. Esas cosas vienen de fábrica. Como el talento musical o pictórico, se nace con ello y luego se lo encauza en el oficio con disciplina, empeño y paciencia. Me refiero al difícil, ingrato, magnífico y riesgoso oficio de narrar.
Truman Capote, en su famoso prefacio de Música para camaleones, confiesa que empezó a escribir sin darse cuenta de que se ataba de por vida a "un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación". Al principio, el creador de Desayuno en Tiffany’s decía que era pura diversión. "Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo."
Tal vez tenga razón el escritor argentino Luis Chitarroni, que dirigió talleres literarios durante años, cuando dice que no se puede enseñar a escribir. A lo sumo, se puede enseñar a corregir. Algo parecido piensa Ricardo Piglia, para quien "escribir es, sobre todo, corregir". No obstante, llegar a la fase de la corrección puede ser bastante más arduo de lo que se piensa para quien intenta comenzar a recorrer el terreno de la literatura.
Puestos a teorizar, pienso que una dieta básica de alguien que quiere ser escritor puede incluir la conjugación de cinco verbos: leer, imaginar, vivir, transpirar y corregir. Leer todo lo que se pueda y hacerlo de un modo lúdico y pasional. Cultivar la cualidad de la imaginación y desarrollarla como si fuera un músculo. Vivir con los ojos, como proponía Hemingway: allí está el verdadero combustible del escritor. Transpirar en el asiento, hora tras hora, día tras día, nadando contra la propia mediocridad. Y corregir el material que uno ha escrito con obsesión y distancia.
Luego queda la teoría Capote. Se puede escribir bien y mal. Y después se puede escribir muy pero muy bien, y así y todo no alcanzar el elevado rango del arte. Pero eso son palabras mayores. Y lo que nos ocupa es algo anterior y casi filosófico: ¿se puede realmente enseñar a escribir ficciones?
No hay una respuesta contundente sino muchas. Las más significativas e iluminadoras están en el informe especial que le encargamos a Adriana Schettini, una periodista de sólida formación y entusiasmo ilimitado, que durante un mes y medio estudió en profundidad el asunto; habló con editores, escritores y talleristas, leyó los libros especializados y compuso esta nota de tapa.
Hay una cierta magia y mucha irracionalidad en todas estas cosas. Así como no sabemos verdaderamente por qué escribimos, no sabemos del todo por qué un libro es exitoso y por qué otro no lo es, por qué un desahuciado es capaz de escribir una obra maestra y un gran profesor de Letras es incapaz de construir un cuento. ¿Se puede enseñar la magia? Veamos.
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