Ocho ideas para vivir un poco mejor
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Nos guste o no, aprendemos. Seré más cauto. Casi todos, en general, aprendemos. La vida es como un claustro de decenas de miles de aulas con exámenes innumerables que llegan sin el menor aviso y de los que rara vez salimos con un 10. Pero qué importa; graduarse, en este caso, como mucho, significa llegar a los años otoñales con la certeza de que valió la pena.
Estas son algunas de las cosas que aprendí hasta hoy, y que quiero dejar asentadas no solo porque podrían ser de utilidad para otros, sino también porque me gustaría un día volver a este breve texto y ver cómo y cuánto tal aprendizaje fue mutando. Nunca dejamos de aprender, es un hecho.
Es la primera de las lecciones que citaré aquí. Es decir, si estás esperando un día tener las cosas claras, abandoná esa idea. No funciona así. Cada edad tiene sus intríngulis, sus dichas y sus aflicciones. De todo aprendemos y, de un modo misterioso, esas enseñanzas, si fuimos diligentes, nos preparan para la siguiente etapa. Quizá, también, para la hora final.
Después, el mejor consejo que podría dar es, por lejos, que no te preocupes por lo que pensás que va a pasar. Casi nunca ocurre lo que tememos. Está bien proyectar, está bien tener un plan; incluso un plan B, por si acaso. Está todo bien, incluso desoír estas recomendaciones. Pero más tarde o más temprano te das cuenta de que la vida es mayormente imprevisible, y que eso es en gran parte lo que le otorga sentido.
¿Significa que hay que vivir el presente? No lo sé. El presente es el límite entre algo que todavía no existe y algo que ya no existe; suerte con eso, si tenés planes de atraparlo. No, en serio, hay que tener cuidado con esas supuestas verdades universales. El poeta Horacio no aconseja solamente el trillado carpe diem. Le pone una indispensable pizca de realismo y añade “quam minimum credula postero”. Es decir, viví el presente confiando lo menos posible en el futuro. Dicho así ya no suena a un bonito bordado de almohadón.
El tiempo es la materia de la que estamos hechos, y es también nuestro enemigo jurado. “El tiempo no enreda con nadie”, decía mi bisabuela Manuela Torres, mientras miraba el reloj de la casa, pequeña y silenciosa, con más de 90 años y de vuelta de todo. Se me formó así la idea de entender el paso de los días y las horas como el marino se relaciona con los vientos. La horrible historia de Ifigenia me lo confirmó, más tarde, en la universidad. Hay que navegar el tiempo, porque si cesa es mucho peor.
Olvidate de la felicidad. Vas a ser feliz cuando no estés pensando en ser feliz. Podés anticiparla o recordarla. Perseguirla es insensato; creo que algo así escribió Viktor Frankl. Ahora bien, si tenés la suerte de encontrar una labor que te hace dichoso, apostá por eso. No hay riqueza mayor ni más duradera, en un mundo donde todo cambia todo el tiempo.
Aparte de seguir aprendiendo siempre y de no preocuparse por lo que podría ocurrir, mi otro norte es el de no darle demasiado valor a las posesiones.
No es algo nuevo y desde los estoicos para acá este axioma brota por todos lados, aunque en general, en el mundo que nos ha tocado, no llega a prosperar. Pero es un hecho. O las cosas están a tu servicio o vos estás al servicio de las cosas. Además, no hay excesos ni en la sobriedad ni en la austeridad.
He visto una conducta de oro en todas las personas que admiro. Esa conducta es hacer siempre lo mejor que puedas. Nunca nada de oficio. No importa si es un epígrafe o una novela. Poné todo, porque somos lo que hacemos, no lo que decimos que vamos a hacer.
De las muchísimas revelaciones que me ha concedido la existencia, citaré solo una más, en nombre de la brevedad. No guardes rencores ni le desees el mal a nadie. No hay mejor revancha que el olvido. O que el perdón. Pero solo si no los vivís como una revancha, porque el alma es el destino, y la maldad puede contaminarlo todo.
