Reina de tijera y castañuelas
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Hace unas semanas se publicó una nota fotográfica en este diario sobre la calle Florida “de antes”. El texto mencionaba los principales cafés, los negocios y su historia. En esa lista, había “ausencias”, algo imposible de evitar. Faltaba, por ejemplo, una casa de alta costura de las más renombradas en las décadas de 1920 a 1940 cuya marca era el nombre de la diseñadora: Ana de Pombo, una española de fama internacional en esos años. Había sido la mano derecha de Jeanne Paquin y de Coco Chanel en París y en las sucursales de Buenos Aires.
Meses atrás se dio en esta ciudad en funciones especiales el documental Mi última condena, de Juan Mata, basado en la autobiografía homónima de Ana de Pombo. A los 17 años, Ana se casó con el aristocrático Cayo Pombo Ibarra con el que tuvo hijos que murieron tempranamente. Uno de los que sobrevivió sería el padre de Álvaro de Pombo, el escritor que ganó en 2024 el premio Miguel de Cervantes.

Chanel sabía que Ana era capaz de convertir un local de alta costura en un centro social de primera clase por su gracia, su olfato para adelantarse a las tendencias, su buen gusto, y sus contactos con la “alta bohemia”. Todas esas cualidades compartidas a veces enfrentaban a Coco y Ana. Esta, para ahorrarse roces, renunció a la dirección porteña de Chanel y abrió en Buenos Aires su propia casa de alta costura con su nombre y en plena calle Florida. El capital se lo proveyó un personaje pintoresco, el millonario, culto escritor y mecenas Arturo Jacinto Álvarez, al que todos llamaban “Arturito”. Ana y él se asociaron. En su libro de memorias, Mi última condena, ella lo califica con ingratitud de “personaje incómodo”. En cierta ocasión, él le pidió que le prestara uno de los vestidos de la colección Pombo, se lo puso y, así vestido, se subió a la vidriera de Florida y posó de maniquí. Por esa época, Arturito compró el telón del ballet Parade, pintado por Picasso.
Ana supo desenvolverse en el complejo mundo político de la segunda posguerra mundial y de la sociedad argentina dividida entre peronistas y antiperonistas. Pronto se vio a la española frecuentar la mansión del matrimonio Perón.
El espíritu elegante, culto y cosmopolita de la clientela de Pombo era uno de los atractivos de esa casa de alta costura. Ana animaba a sus fieles con las castañuelas que tocaba admirablemente bien y con una inspiración muy original. Ponía discos de Bach, Mozart, Haendel, y bailaba esas obras con sus castañuelas a las que llamaba “científicas”. También daba recitales en las grandes salas de concierto.
Ana supo cuándo dejar la Argentina y eludió con anticipación el golpe de Estado que derrocó a Perón; se volvió a España, se instaló en Madrid y atendió a los que eran franquistas y a los que no lo eran. La diseñadora se mudó a Marbella, que era por entonces un pequeño pueblo de pescadores, y lo convirtió en un balneario cosmopolita. Esas playas fueron pasarela de celebridades. Entre ellas, estaba Jean Cocteau, que pasaba los veranos en casa de su amiga y en el café La Maroma. En esas paredes, Jean pintó santos que tenían mucho de pagano. Las pinturas sedujeron a la clientela esnob y de connaisseurs de Mme. Pombo.
Con el tiempo, ella volvió a Madrid y abrió Tebas, otra de sus tiendas, punto de reunión de reyes depuestos, millonarios y bohemios. En “Tebas”, un arquitecto joven, argentino, de gran talento, Pablo Olivera la ayudó mucho a superar las acusaciones de colaboracionista en el París de la Ocupación nazi. La respuesta de Pombo fue su libro de memorias Mi última condena, de 1971, con prólogo de las inefable Cayetana, duquesa de Alba. El libro se cierra con una evocación que Ana hace del hombre más generoso que ella encontró en el gran mundo: Manuel Mujica Lainez, “Manucho”.
Ana de Pombo murió en Madrid en 1985 con el recuerdo del Río de la Plata en su pluma.

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