
Retrato del artista cachorro
Consagrado hoy como uno de los escritores fundamentales de las letras portuguesas, el autor de Esplendor de Portugal añora las épocas en que sus primeros versos sólo cosechaban lástima y espera que aquel poeta de los inicios todavía exista dentro de él con su inocencia y sus certezas
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Nunca olvidaré el comienzo de mi carrera literaria.Fue súbito, instantáneo, fulminante. Iba yo en tranvía hacia Benfica, después de una más de las educativas tardes en el Liceo Camões, especie de campo de concentración aterrador e inútil, cuando, a la altura del Calhariz, me cegó una evidencia sorprendente: voy a ser escritor. Yo tenía doce años, preparaba una carrera de genio en el hockey sobre patines, vacilaba entre convertirme en Spiderman o en FlashGordon, me inclinaba por Spiderman porque saltaba edificios y en eso la llamada, la vocación, la certeza de un destino sin ninguna relación con mis proyectos, mis sueños, mis devaneos de músculos y hostias. Pero el camino de Damasco es el camino de Damasco y uno se topa con San Pablo no por gusto sino por obediencia. Y, por obediencia, antes de entrar en casa fui a la tienda delCareca a comprar un bloc de papel de treinta y cinco líneas, subí a mi habitación, me senté a la mesa y entré de inmediato en la inmortalidad con unas cuantas estrofas de cuatro versos. Al día siguiente vomité unos sonetos. Debían de ser flojos porque, al mostrárselos a mi madre, recibí de ella la mirada de pena que se concede a los minusválidos o a los idiotas irremediables.Alentado por ese simpático estímulo de la autora de mi existencia, probé con un cuento: nueva mirada de pena. Un poema imitado de Camilo Pessanha que, como todo el mundo sabe, no vale un pimiento pésimo: la mirada de pena me pareció que adquiría el tinte de la alarma de haber parido a un mongólico. Busqué consuelo en mi hermano Pedro que, con nueve años ya cumplidos, se me antojó capaz, con razón, de valorar mis esfuerzos. No me equivoqué: desde el vértice de su inmensa experiencia, Pedro, que nunca hablaba, se quedó callado. Pero se entreveía claramente en su silencio la admiración por el genio. Le anuncié qu estaba escribiendo un libro y la mudez de Pedro aumentó, señal de asentimiento y admiración, más allá de que Pedro, aún hoy, nunca contradice a los imbéciles. A veces, a lo sumo, sonríe. Y en su sonrisa encontré, de inmediato, respeto y entusiasmo.Acabé el libro. Lo llevé al patio y lo quemé. Cuando acabó de arder, la sonrisa de Pedro aumentó. Sólo se puso serio cuando yo, removiendo las cenizas con el desprecio del pie, lo amenacé con una nueva obra. Pero, claro, su seriedad traducía sólo la expectativa ansiosa de los admiradores incondicionales. Me dediqué a llenar un nuevo bloc de papel. Por la ventana vi a Pedro, abajo, contemplando las cenizas y chupando caramelos.Los caramelos solamente constituyen un problema en el caso de las dentaduras postizas. Entre los doce y los trece años pergeñé unas cuantas obras de diversa índole, todas ellas notables: relatos, odas, piezas de teatro.A los catorce era un autor experimentado. Seguro de la excelencia de mis secreciones las envié al Diário Popular . Un señor que nunca llegué a conocer pero que era sin duda una benévola
tal vez sea preferible llamarlo piadoso
publicó parte de esa basura en una sección o columna o tal que se llamaba Antología de revelaciones . Un asomo de sentido común me aconsejó usar un seudónimo, de un gusto casi tan fino como las chorradas que le envié. Verlas impresas me llevó a sumergirme en el pavor de las dudas: a comenzar nebulosamente a entender que existía una diferencia entre escribir bien y escribir mal. Más tarde, descubrir que existía una diferencia aún mayor entre escribir bien y la obra de arte me llevó a la angustia completa. Me sentí ridículo era sólo un niño tonto volví al principio y nunca más mostré lo que hacía a nadie.Durante veinte años trabajé diariamente mis desechos, perplejo y angustiado, con la insatisfacción que aún me dura y alguna rara alegría que, al releer en frío, me daba cuenta de que era inadecuada y estúpida. Comencé a afeitarme. Acabé un curso que nunca me interesó.Fui a la guerra. Volví de la guerra. Pasé nueve años con una novela inservible. Y de repente, sin que se me hiciese patente el porqué o el cómo, un feto cualquiera dio una patadita en mi tripa y comencé la Memoria de elefante , Los culos del mundo , el Conocimiento del infierno y otras novelas, hasta la que comencé en julio de este año.Pero esta última parte de mi aprendizaje no tiene gran interés. Quien me cae mejor es el otro, el de los sonetos, el de los cuartetos, el de las odas patrióticas, el cliente de la tienda delCareca, el que a fuerza de comprar blocs de papel merecía que le extendiesen una alfombra roja cada vez que se abría camino entre las alubias y las patatas con dos monedas en la palma.Espero que él aún exista dentro de mí con su inocencia, sus certezas y su necedad inconmovible, sacrificando las alegrías de Spiderman a su destino de pensaba él
escritor, o sea un latoso aferrado al bolígrafo, incapaz de saltar un edificio por más pequeño que sea, convencido, con la columna encorvada, de haber develado el misterio de los seres y de la vida y sin ninguna aptitud para Flash Gordon, es decir, viajar de planeta en planeta con una mandíbula de delantero de rugby , blindado, a costa de una eficaz estrechez, contra las laberínticas complejidades del alma.



