Rimas, humor e ironía
EDWARD LEAR Por César Aira-(Beatriz Viterbo)-192 páginas-($ 21)
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César Aira se dedica a explorar un mundo de inusitada frescura verbal: los poemas infantiles o limericks de Edward Lear. Solterón, ingenioso y desdichado, este británico del siglo XIX tuvo dos consuelos en su vida: los niños y el lenguaje, y unió ambas bienaventuranzas en una sola, escribiendo canciones absurdas que fueron las delicias de todos y perduran hasta ahora, con radiante perseverancia, en la memoria de quienes se precian de gozar de los bienes de la palabra poética.
Los limericks -que extraen su nombre de una localidad irlandesa- son estrofas de cinco versos, de los cuales los dos primeros conllevan -repitiéndola en la última línea- una rima insólita, que instala la extrañeza y la irradia jocosamente por el breve espacio del poema. Por ejemplo, dados los exquisitos repliegues de la fonética anglosajona y las acrobacias que sólo el inglés puede ejercer, Columbia puede rimar con some beer, y ya la chispa de la ironía verbal ilumina todo el texto. Muchos de los limericks de Lear explotan el exotismo de ciertos nombres geográficos que, al espejarse a través de la rima en ciertas combinaciones triviales de la lengua común, producen un curioso efecto de desubicación y déjà vu al mismo tiempo. El limerick no es exclusivamente inglés: ha sido cultivado entre nosotros por María Elena Walsh en un libro encantador, Zoo Loco: "Un Gato de la Luna dijo miau/justo cuando pasaba un astronau-/ ta, que iba tan ligero/ que se quitó el sombrero/ pero no pudo contestarle chau".
Prolijamente, pero sin alardes de filólogo, Aira va realizando un análisis estilístico de cada limerick. Algunas de sus interpretaciones son refinadas e iluminadoras; otras veces pone en duda, por ejemplo, que los muffins puedan ser "panes con mantequilla", cuando cualquier diccionario le afirmaría que, en efecto, no lo son. Al mismo tiempo, su paciente colección explaya una escala donde se recorren diversas variaciones del sinsentido, de lo gracioso a lo ridículo y de lo ridículo a lo siniestro, en una de esas gradaciones inevitables que fascinan a los niños. El protagonista del limerick suele ser un personaje que produce horror, sonrisa, piedad y complicidad al mismo tiempo. El fabuloso fool on a hill de los Beatles (acaso una figura de Cristo) podría pertenecer a esa galería. Aira presenta con eficacia a estos curiosos fantasmas, como cuando describe al hombre del atizador, cuya temible característica es el silencio que le permite agredir, instrumento en mano, a sus admiradores.
La edición argentina carece de los irremplazables dibujos del propio Lear, que muchas veces, según se desprende de los comentarios de Aira, amplifican el sentido del texto e iluminan sus palabras. Un estudio de otros poemas menos breves de Lear, sumado a una reflexión sobre las propiedades comunes a la literatura y a la traducción, completan al volumen.
Es sabido que entre las dificultades supremas de la traducción se encuentran el humor propio de una lengua y su idiosincrasia fónica: lo interesante de los limericks, precisamente, es que unen ambos rasgos en uno solo. En realidad, no se comprende por qué Aira, un escritor exitoso, con renombre internacional, se ha visto compelido a este prolongado ejercicio didáctico que enfrenta ambas dificultades a la vez y que aun en manos de traductores o exégetas más afortunados no podría transmitir sino un muy empañado eco del original. ¿Alardes de anglicismo refinado o bien divertimento de quien quiere extender su competencia a estas ínsulas extrañas? Su curiosa opinión al respecto es que todo mensaje en cualquier lengua puede traducirse por completo a cualquier otra lengua. En todo caso, su teoría propone que los limericks son parodias fugaces, "huidas abruptas del sentido que anulan el sentimiento".
Acaso pudiéramos agregar otra hipótesis. A nuestro entender, lo fundamental de un limerick no consiste en la historia que relata sino en su rima, esa especie de pequeño eterno retorno. Las rimas extrañas lo son porque de un modo inesperado nos presentan analogías misteriosas, recovecos donde tintinean los cascabeles de lo impensable. Los significados de los nombres que nos amenazan por su extrañeza y lejanía se exorcizan mediante una burla iluminada o un eco irónico que confirma y justifica, suplementariamente, la insensatez de los hechos que se narran. Pero estos hechos ya han sido tocados por las tinieblas de lo ominoso. Acaso cabe citar aquí el caso del payador que desafía a su rival proponiéndole como pie de rima "metempsicosis", a lo cual el interpelado con triunfal desparpajo contesta: "Al que me mete en psicosis..."
Hay un lugar delicioso en que el lenguaje nos guiña un ojo y se ríe de sí mismo, invitándonos a acompañarlo. Tanto los limericks de Edward Lear, que a veces lindan con lo escalofriante, según el genio del idioma en que nacieron, como los cruces de los payadores, quizá más inocentes, llenos de picardía y felicidad, habitan ese precioso lugar. El sentimiento que los acompaña es el asombro sonriente ante un desplazamiento inesperado. A uno y otro lado del Ecuador conviene honrar y no olvidar estos ejercicios gratuitos del placer del lenguaje, acaso el más alto que los dioses hayan ofrecido a los hombres.




