Seis mil caracteres sobre mi madre (ella los tenía a todos)
A veinte años de su fallecimiento, la escritora Luisa Mercedes Levinson es recordada por su hija con admiración y humor
¿Cómo acercarse desde la escritura al recuerdo de una madre? Quizá marcando algunos hitos que van de la fascinación infantil a esa otra fascinación mucho más compleja de la edad adulta. "A los padres –supo decir Oscar Wilde– primero se los admira, después se los juzga, a veces se los perdona." Puede que la cita no sea verbatim, pero era así como le gustaba repetirla a Lisa. Lo mío no tuvo esa gradación tranquilizadora porque todo vino mezclado.
Este año se cumplen los veinte de su fallecimiento y nunca falta quien se me acerque, joven o viejo, para recordarla en su intensa, radiante persona. Veinte años, entonces, desde que se fue la mujer de los sombreros blandos y los chales etéreos y las palabras que calaban hondo pero que con liviandad ella sabía dejar flotando en el aire, como sus chales. La Biblioteca Nacional organizó un homenaje en su memoria, y ahora un diminuto libro con seis de sus mejores cuentos se vende en una bella máquina expendedora de cigarrillos. Lisa, que nunca fumó, habría estado encantada con la idea. De todos modos, la muerte también era una forma de humo para ella. Cuando en 1986, en el Salón Dorado del Teatro Colón la honraron con el Mitsuda de Oro, prefirió centrarse en el verbo orar. Y en una entrevista firmada por Noemí Paz aclaró que siempre estaba orando porque "la vida para mí es algo maravilloso, y la muerte, que está tan unida a ella, también. Me gustaría hacer planes para la vida después de la muerte: quiero hacer ese pasaje con alegría. Aquí nada es permanente, nos transformamos en forma continua; creo que a esta altura de mi vida, mis libros son más reales que yo".
No hay duda de que ésa era su verdadera apuesta: la realidad de sus libros, que después de haber recibido tantos espaldarazos, sobre todo de franceses de la talla de Saint-John Perse o Roger Caillois, hoy navegan en un limbo al que sólo acceden los iniciados.
Leopoldo Brizuela cierra el prólogo al volumen de los Cuentos Completos de Luisa Mercedes Levinson, publicados póstumamente por Corregidor, con el siguiente párrafo:
Sus gatos y adornos de los más diversos ámbitos, su ropa elegida con preciso cuidado y desprecio por la moda eran los signos con que una aventura interior secreta, inusualmente arriesgada, contaba su propia historia en el largo relato de la Literatura Argentina.
Y María Rosa Lojo abrió la presentación de dicho libro así:
En los cuentos de luminosa textura de Luisa Mercedes Levinson, los personajes nos hablan como si llegasen de un sueño: presencias, sonidos, murmullos, contactos, visiones aparecen magnificados y potenciados: intensamente próximos y a la vez ajenos y extraños, guardando la distancia propia de seres de otro mundo. Parte de la paradoja de estos seres, de su cercana ajenidad, proviene, seguramente, de las subversiones mágicas del lenguaje poético, que caracteriza, como una marca inconfundible, la escritura de la autora.
Magia, agudo sentido del humor, misticismo ecléctico, defensa a ultranza de la intuición, misterios de la vida y de la muerte. Como hija, había que aprender a convivir con ese mix, con el inglés y el francés que se colaba en los intersticios de su decir, con el arpa y el piano y sus canciones, con la multiplicación de gatos que a veces superaban la veintena y habitaban diversos sectores de la casa de Belgrano, con la casa en sí, que era toda una presencia. Pero abundaron los hitos a los que aludí al principio, siempre acechantes, y se ve que un día cuajaron y ahora puedo anotar algunos desde el usurpado lugar de la escritura.
Mi madre (en aquel entonces mi Vieja, para su disgusto) siempre se supo multifacética; en el reduccionismo de la infancia, yo la veía dual y nunca muy presente para mí pero admirada. Durante el día casi no abandonaba la cama, y era una cama llena de papeles de toda laya donde ella, desgreñada y despreocupada, escribía y escribía en infinitos cuadernos, algunos de los cuales sobreviven aún, algo dañados por los gatos y llenos de tachaduras y enmiendas. Corregir, confesó más de una vez, era lo que mayor placer le procuraba. El tiempo de la escritura y de la reescritura estaba configurado por largas horas prolíferas, supinas, diurnas como ella. Lisa era una personalidad diurna, sí, y riente y desbordante de amor –insistía–, que en realidad amaba la noche y sus misterios. Por eso mismo, antes de la hora del cóctel, un buen baño la transformaba en la otra. ¿Cuál de las dos era la Cenicienta? La magia se trastoca, la verdad está donde no se ve. La Cenicienta no era la desgreñada que vestía camisón, no en esa instancia en que el hada la tocaba. Más tarde, la brillante anfitriona que abría sus puertas a todos, desde los más grandes intelectuales hasta los aspirantes más humildes, era quizá tan sólo su reflejo.
Algo habré entendido, de chica, de las magias transformativas que me dejaban con bien poca madre pero me abrían a muy diversos mundos. A eso de mis diez, once años, cuando empezó a publicar aquello que desde siempre había estado escribiendo a escondidas, cuando inventó el seudónimo Lisa Lenson "para no avergonzar a la familia", yo fui la más orgullosa de las hijas. Todavía tengo el desmesurado álbum donde pegué los cuentos y novelas por entregas que la nueva Lisa publicaba en revistas como Estampa, El Hogar, Leoplán, Atlántida. Lo que no hay son fechas. Para la autora del libro El estigma del Tiempo, del cuento "El pesador de tiempo", ese invento de los humanos carecía de importancia. Su diminuto reloj pulsera de oro era un adorno más, como el espejo retrovisor de su Citroën 2cv: útil sólo para arreglarse el peinado siempre un poco rebelde. La imaginación era su hada madrina, la visitaba en las horas supinas de contemplar el cielo raso del dormitorio y se ve que también la protegía cuando circulaba al volante.
Pocos años más tarde, otro hito para ser evocado. El que significó la escritura del cuento "La hermana de Eloísa", en colaboración con Borges. Pienso que la risa de ambos mientras escribían lentamente ese texto adrede ridículo me llevó a entender la felicidad de la creación, y a Lisa –ella siempre lo dijo– le enseñó el valor de cada vocablo, la dimensión secreta de la escritura, aquella que supo poner en acto en ese cuento emblemático que es "El abra". Y en toda la obra subsiguiente que culminó en la novela sobre su nahual, su animal mítico, El último Zelofonte, un legado de humor, erotismo y esperanza. Hay una bella carpeta de dibujos de la pintora Mildred Burton sobre esa novela. Era gran amiga de Lisa, acaba de morir, también formaba parte de los hitos y los mitos.
Han pasado veinte años desde que la pseudocenicienta se fue del baile de vaporosos chales; uno a uno han partido sus sucesivos príncipes, Pablo Valenzuela y Guillermo (Willy) Klappenbach. Queda la Lisa que muy derridianamente por siempre-ya sigue escribiendo porque quedan sus libros, más reales que su vida, según nos dijo.
"A los pies de la cama, asentado en el suelo, erguido, con su mirada guardadora un poco irónica, un poco angélica, un poco ‘y bueno, no es para tanto’ está el o la ¿qué importa?, el de siempre, el de hoy y el de pasado mañana, el último Zelofonte."