Silencio de maniquí
Desde que Sigmund Freud lo definió, sabemos que lo familiar siempre anida en lo siniestro. Y viceversa. Dobles, autómatas, antiguas muñecas de trapo o porcelana: objetos privilegiados para alojar cierto tipo de inexplicable estremecimiento. Los maniquíes –y qué decir de sus descendientes, los robots antropomórficos– forman parte de esa singular cofradía. Así lo vemos en esta foto. ¿Qué más cercano, aquí o en la ciudad rusa donde están, que una hilera de maniquíes luciendo sombreros y gorros a la venta? La mujer que los observa no muestra terror, sino cálculo: probablemente esté evaluando costos, calidad, necesidades. Y sin embargo, ¿qué más inquietante que unos perfiles iguales y a la vez distintos al de cualquier ser humano, plástico decapitado y mudo, que no mira a nadie pero está allí: una hendidura extraña entre tanto objeto cercano.
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