Sola, en la casa de la memoria
En Invenciones del recuerdo (Sudamericana), Silvina Ocampo cuentalos secretos de su niñez en una bella autobiografía en verso
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El recuerdo está lleno de desmayos,
de pérdidas de conocimiento
Silvina Ocampo, Invenciones del recuerdo
En 1937, cuando Silvina Ocampo publicó su primer libro, Viaje olvidado , serie de relatos breves inspirados en recuerdos de infancia, su hermana Victoria escribió una reseña muy poco generosa. Pese a comentarios que se querían favorables (y gracias a unos cuantos que no lo eran) dejaba claro que el libro la había defraudado (los recuerdos de su hermana no coincidían con los suyos) y, sobre todo, perturbado. Así, esta primera crítica de Silvina Ocampo inauguraba una tradición de lectura que tendría vida larga: la de desconcertarse ante estos textos distintos y por ello mismo (aunque esto Victoria Ocampo no lo sabía) fecundos.
Es claro que, como primogénita, Victoria Ocampo no podía no asentar su superioridad. Así, reprende a la hermana menor por "desaciertos que molestan", por imágenes "atacadas de tortícolis", y le recomienda mayor atención a la gramática, esa misma gramática que, junto con "la matemática", dirá más tarde Silvina, era "lo que más detestaba". La reseña de Victoria se detiene, una y otra vez, en la noción de lo desviado, lo levemente inapropiado cuando no falso, de estos recuerdos transpuestos: además de esa tortícolis que adjudica a las imágenes, habla de deformación ("la deformación que esa realidad había sufrido al mirarse en otros ojos que en los míos") y de máscaras ("recuerdos enmascarados de sueños"; "una persona disfrazada de sí misma"). De nuevo, la desaprobación resulta, sin que Victoria lo sepa, observación acertada. En efecto, desde un comienzo, la escritura de Silvina Ocampo es fruto de la desubicación, de desvío con respecto de la convención. Es, literalmente, una escritura que está fuera de lugar.
Invenciones del recuerdo , autobiografía de infancia que había permanecido inédita y que publica ahora la Editorial Sudamericana, en conjunción con un nuevo libro de notables relatos, también inéditos, Las repeticiones , ambos al cuidado de Ernesto Montequín, retoma esta desubicación y la lleva a límites imprevisibles. Es ya un lugar común hablar de la perspectiva infantil en Silvina Ocampo, del partido que saca, al igual que Henry James, de la mirada del niño. Relatos como "Voz en el teléfono" o "Las fotografías" son elocuentes ejemplos de ese mirar incisivo que desmantela convenciones, esa clarividencia que elogiaba José Bianco y cuyos resultados, ya cómicos ya sobrecogedores (y con frecuencia, las dos cosas a la vez), constituyen la marca de autor de Silvina. Pero no estábamos acostumbrados a que esa clarividencia, que hemos aprendido a admirar en sus cuentos, se vuelva tan sostenidamente sobre la propia historia familiar, apenas disimulada (algunos cambios de nombre, un cambio de sexo) pero reconociblemente autobiográfica.
El relato autobiográfico de infancia no es género muy cultivado en la literatura argentina ni, por otra parte, en el resto de Latinoamérica. Acaso porque la escritura autobiográfica tienda a verse como género ejemplar (así, esas vidas de grandes hombres contadas por sí mismos: pongamos por caso Sarmiento o, más cerca de nosotros, los diarios del Che Guevara), la infancia, sobre todo si el autor es hombre, suele pasarse por alto o elaborarse como ficción. O bien se la trabaja como primera etapa dentro de una vida prestigiosa: es el caso de Victoria Ocampo y de María Rosa Oliver. Invenciones del recuerdo se asemeja más a Cuadernos de infancia de Norah Lange o Aguas abajo de Eduardo Wilde, textos en que los recuerdos de infancia son la materia misma del relato. El cotejo del libro de Silvina Ocampo con el de Lange arrojaría interesantes puntos de contacto estéticos que valdría la pena explorar. La comparación con El archipiélago de su hermana Victoria, a pesar de la diferencia de modalidad autobiográfica, es inevitable. Me detengo tan solo en un detalle en apariencia trivial, las tapas de los dos volúmenes. En el caso del libro de Victoria (me refiero a la primera edición), la tapa ostenta una fotografía del abuelo de las Ocampo, "Tata" Ocampo, sentado en una silla, con Victoria, muy chica, a su lado. En el caso del libro de Silvina, la tapa luce una fotografía de una niñita con un brazo en jarra mirando desafiante hacia la cámara, mientras que la otra mano se apoya, con coquetería casi de dandi, en el respaldo de una silla vacía. Ni una ni otra hermana eligió, claro está, estas representaciones de sí: ambos libros son póstumos. Y sin embargo, podría conjeturarse sin demasiado temor a equivocarse que, de haber podido elegir, éstas son las fotos que una y otra hubieran elegido. Todo autobiógrafo alberga y nutre una figuración de sí previa al acto autobiográfico (lo que André Gide, experto en la práctica, llamaba "el ser facticio preferido") y esa figuración gobierna la escritura del yo y sus "invenciones del recuerdo". Tanto en el caso de Victoria como en el de Silvina, un sabio editor intuyó con inteligencia cuál podía ser esa figuración autoconstitutiva. En el caso de Victoria, uno de los grandes temas de El archipiélago , la genealogía, se anuncia ya desde esa imagen: el yo autobiográfico se constituye "en familia". En el caso de Silvina, el sillón está vacío. Donde había patriarca protector y linaje prestigioso aquí hay, en cambio, ausencia. Silvina está sola. No diré desprotegida: la imagen anuncia lo que el texto ofrece al lector con creces, un sujeto curiosamente autónomo, fuerte en su misma soledad, que aprendió muy temprano la no siempre fácil tarea de vivir.
Como pocas autobiografías, Invenciones del recuerdo trabaja esa soledad, la incomodidad de ese sujeto autobiográfico, misfit (inadaptado) por excelencia, aislado en una casa demasiado habitada, demasiado activa. De diversos modos el texto, en sus mismos aspectos formales, refleja esa desazón. En primer lugar, Invenciones... es una autobiografía en verso. Como bien señala Montequín en su prólogo, la modalidad tiene pocos aunque ilustres practicantes (en particular, Wordsworth) pero la comparación no es del todo oportuna, dada la curiosa naturaleza del trabajo poético de Ocampo: verso, sí, pero verso libre, o más bien una suerte de "verso no verso" entrecortado, ajeno al lirismo fácil, suspendido en un vaivén genérico que, al coartar todo intento de estabilizarse ya del lado de la poesía, ya de la prosa, desconcierta. Además, y como para recalcar el extrañamiento que produce esta dicción oscilante, Invenciones... recurre a un desdoblamiento formal que escinde al sujeto enunciante del sujeto enunciado: el texto está en primera persona pero esa primera persona no es protagonista sino narradora. Como un maestro de ceremonias, establece los escenarios de la memoria ("Tengo que describir la casa natal/ para dar mayor relieve a los recuerdos") pero luego delega la representación no al yo que fue sino a un ella distanciada, extrañada por el uso de la tercera persona: "Cuando recuerdo su infancia (yo la asocio a esos árboles oscuros/ porque son más misteriosos que los otros: [ ] la veo en Palermo". Juego pronominal voyeurístico al que nos han acostumbrado ciertos relatos de Silvina Ocampo (piénsese en "El pecado mortal", donde un yo habla al tú que fue), en el texto autobiográfico provoca y perturba a la vez, trabando el reconocimiento cuando no la identificación del lector.
Alienado gramaticalmente, el sujeto de Invenciones... se exhibe distanciado de su entorno, incluso del grupo más inmediato, el de su propia familia. Un yo que narra, un ella narrada y un ellos familiar en el que se distinguen una madre (freudianamente certissima hasta el momento del abandono) y un padre "sombrío y severo" constituyen si no un núcleo familiar -esta familia se presenta bastante desperdigada- por lo menos los actores principales del relato. Hay además tías y tíos distantes, a veces ridículos, con nombres cambiados, que poco tienen que ver con la querible tía Vitola de El archipiélago de Victoria. Dato notable: las hermanas de la autora brillan por su ausencia, salvo en pasajeras menciones (la clase de dibujo que toman "sus hermanas"; "su hermana" que toca el piano, la hermana que le censura un dibujo) y entonces de manera anónima, indiferenciada. El único miembro de la familia a quien se nombra (y a quien es fácil identificar) aparece con nombre y sexo cambiados, disfrazado, como hubiera dicho peyorativamente Victoria: la hermana Clara, muerta muy joven, se transforma, en Invenciones del recuerdo , en un hermano llamado Gabriel. Sorprendente desvío narrativo, el cambio subraya, propongo, el constante trabajo de distanciamiento al que recurre la autora para volver contable lo que no se puede contar. Después de todo no hacen otra cosa (en un registro por cierto más leve) los nombres cambiados o inventados, esos apodos cómicos a los que nos han habituado los relatos de Silvina Ocampo. Los sirvientes Hermita de Tabaco, Josefina Ruibarbo, Marcelino Panzas, el dr. Peritonitis o el chauffeur Servando Buic son nombres carnavalescos en Invenciones... pero no insignificantes. Hacen reír por su calidad exagerada, grotesca, pero a la vez desquician porque "desnombran": "Molesta de pronto no saber el nombre de algo,/ o saberlo sin descubrir lo que nombra".
Como en sus cuentos, el sujeto autobiográfico de Ocampo es un sujeto al margen que se refugia (si cabe el término) en las orillas -esos "dominios ilícitos", como los llamó acertadamente Alejandra Pizarnik- desde donde espía y descifra el mundo. Animada de una certera sabiduría, como el niño de la fábula que al declarar desnudo al emperador subvierte la convención, la niña de Invenciones... observa lo que los otros (el "ellos" familiar y burgués, bienpensante) se niegan a ver: lo obsceno, en los dos posibles sentidos de este término elusivo, es decir, tanto lo que está fuera de escena, lo que no se puede mostrar, como lo sucio, lo que provoca asco y a la vez fascina por su ineludible belleza o su igualmente ineludible fealdad. Porque es en el afuera del centro y de las buenas maneras donde las categorías estallan, donde los géneros sexuales se confunden, donde la mirada se afina. En la quinta de San Isidro, en la barranca del río, habita otro ellos, el de los mendigos que constituyen un mundo prohibido. "No se le acerque,/ ese que viene es un hombre disfrazado de mujer./ Tiene viruela o tendrá lepra./ Está lleno de piojos./ Ni los mosquitos lo pican", le advierte el ellos familiar y normativo. Pero el ellos incontrolable de las orillas es irresistible: "Vea mis llagas, niñita Jesús". Acaso la imagen más memorable de ese mirar prohibido es la de la mendiga que pide pedacitos de terciopelo, de damasco, de brocato. Cuando la niña se los trae, toma un trozo de tela y "Subrepticiamente levantó la enorme falda que ocultaba/ sucesivas enaguas,/ Abrió las piernas e introdujo el retazo". La mendiga repite el gesto hasta que alguien sorprende a la niña y la regaña: "Esa loca hacía cosas feas. ¿Por qué mirabas?/ ¿Qué hacía con los brocatos?" La niña elige callar: "No dijo que llevaba en sus pliegues ocultos/ tantos brocatos, damascos, terciopelos". Como en tantos relatos de Silvina Ocampo, aquí el secreto es a la vez consuelo y obsesión.
¿Por qué mirabas? La respuesta, tácita, sería siempre la misma: porque no se puede, o más precisamente, porque yo no puedo no mirar. Es el pacto que hace todo creador: reconocer el infinito potencial del exceso es también aceptar, como un don difícil, el desafío de atestiguarlo. "He llegado a la conclusion de que todos los momentos/ pueden aprovecharse,/ especialmente los que parecen más inútiles", observa el yo narrador. Entre esos momentos "inútiles" (inútiles porque son como sobras de un mundo adulto que no quiere verlos ni oírlos, excedentes de una convención moral y estética del bien decir) está lo abyecto, lo traumático, lo sexualizado: la cosa fea. Es decir, todo aquello que convoca a la niña ("Vení, vení, te estoy esperando") y la conmina a mirar: "Muñeca, tenés que mirar por la cerradura de la puerta./ Te voy a mostrar algo muy bonito".
Ese "algo muy bonito" que le promete el sirviente Chango, y que reconocerá el lector del cuento "El pecado mortal", de Las invitadas , es acontecimiento central de Invenciones del recuerdo. El despertar sexual irradia culposamente a lo largo de este poema-no poema a manera de resto no resuelto, aludido una y otra vez, como pecado imposible de expiar, por lo menos según los convencionales ritos que ofrece una religión poco satisfactoria. Queda así la cosa fea suspendida en una atemporalidad absoluta, provocadora: "Todo ese monstruoso juego le parece hoy simultáneo,/ de modo que no puede ordenarlo".Y porque no se lo puede ordenar, se lo escribe, se lo crea. El despertar sexual coincide con el despertar artístico: "aquel pecado mortal/ que iba perfeccionando/ a medida que pasaba el tiempo,/ con infinitos subterfugios".
"Ese acto no precede ni subsigue a los otros", observa el yo narrador. Se refiere al turbio encuentro sexual con el sirviente pero también podría referirse a un acto de creación. Libro que narra un despertar sexual traumático, esta insólita autobiografía narra también el despertar del deseo creador. De hecho, en más de una anécdota de Invenciones... se rozan sexualidad y creación. No digo creación literaria: la escritura llegará después en la vida de Silvina Ocampo. Digo dibujo, pintura, su primer medio de expresión para registrar esa imperiosa imagen que su mirada capta más allá de la convención. El dibujo de un caballo con "un promontorio que parecía dos frutas/ entre las patas traseras del animal" lleva a la censura familiar: "no, esto no",/ y le obligó a borrar la parte que empezó a parecerle vergonzosa" pero lleva también al descubrimiento. "Sin embargo, a pesar del promontorio/ que no pudo borrarse del todo,/ a partir de ese momento/ la familia declaró que tenía disposición para el dibujo,/ verdaderas disposiciones". Lo que no puede borrarse del todo (del papel, de la memoria) es lo que pide ser dicho, lo que dirá una y otra vez la escritura de Silvina Ocampo, como en el cuento "Tales eran sus rostros" de Las invitadas : "Por horrible que sea un secreto, compartido deja a veces de ser horrible, porque su horror da placer: el placer de la comunicación incesante". Invenciones del recuerdo es un nuevo, insuperable ejemplo de esa comunicación.
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