Un estilo con diferentes máscaras
La obra que John Banville viene publicando desde hace años bajo su nombre tiene una debilidad especial por los pasados silenciados y las fugas, por la traición y la delación
Casas semiabandonadas y áticos poblados de objetos que no han dicho la última palabra. Lugares que regresan como ciertos climas, desfavorables para vivir pero propicios para recordar. Familiares adoptivos. Personajes con aspecto de actores temporariamente contratados. Obras de arte robadas o falsificadas. El mercado de cuadros y la astronomía: conocimientos secretos y oscuros. Herencias vaciadas. Fortunas dilapidadas: "sólo el estilo perdura", dice La carta de Newton. En la cámara acústica que conforman estos elementos, se oye la voz de los narradores de John Banville; una voz seductora, sinuosa, sentimental y malévola en partes iguales.
Banville puede contar la realización de una vida (Copérnico, Kepler) o, con más frecuencia, su caída (El intocable, Eclipse, Imposturas). Las situaciones de inicio de sus novelas son simples, resonantes. Banville es un profesional. En la página quince de Imposturas, por ejemplo, el lector intuye que el autor sabe demasiado bien que va a poder escribir –vale decir, terminar– el libro. Esta falta de incertidumbre puede desanimarlo levemente, sobre todo en las últimas novelas firmadas con el nombre de Banville, Los infinitos (2009) y Antigua luz (2012). En ciertos estilos, la seguridad puede simularse y esa seguridad a su vez es lo que contribuye a dar la impresión de que hay un estilo. En algunos pasajes de Athena (1995), Banville se vuelve deliberadamente descuidado quizá para darle al estilo más aire de verosimilitud. Pero Antigua luz y Los infinitos producen la sensación de vacío que siente o provoca quien ha ganado demasiado rápido. Este tipo de experiencia lleva al lector a comportarse como un personaje de Banville: se traiciona a sí mismo y traiciona a quien era hasta ese momento su cómplice –el autor– y por momentos cree que se está cansando de leer novelas. Se trata acaso de un espejismo inducido.
Antigua luz y Los infinitos parecen delatar, retrospectivamente, que Banville fue siempre un profesional, que está en su naturaleza poner en marcha un mecanismo y llevar esa relojería hasta sus últimas consecuencias, y revelar por ende que este método no fue una consecuencia de los galardones que fueron llegando con los años. Escribe con la letra perfecta y falseada de un calígrafo. Escribir a mano –es la práctica de Banville– acarrea un mayor peligro de embelesarse con las palabras propias. Es la perfección de un estilo lo que puede terminar saboteando a su autor. Banville pasó de ser un estilista a ser un manierista.
El regusto que dejan sus últimas obras es el de alguien que ha escrito por encargo. En la distinción de una laguna artificial de una no artificial sólo varía la rapidez del reconocimiento. ¿A quién puede asombrar la obsesión de Banville por saber si una voz –un relato– es auténtica o impostada? Es elocuente que en Athena un personaje se dedique a autentificar obras de arte.
Con El mar (2005), que ganó el Booker Prize, Banville cayó en la cuenta de una vieja verdad: el que está llegando a la cima de sus capacidades sabe que está más cerca que nunca de su límite. De allí que la conversión de John Banville en el autor de policiales Benjamin Black sea una maniobra tan predecible como desesperada. Si está cómodo con el policial es porque no se siente obligado a hacer el esfuerzo de aspirar a una obra de arte, sobre todo si en la cubierta se oculta bajo un alias.
Tal vez los libros previos del novelista fueron superiores porque estaban escritos con una imagen de sí mismo –en tanto escritor– no demasiado formada. La facilidad –alentada por el renombre– da cierta impunidad. La hiperinflación de elogios no contribuye: algunas contratapas son tan entusiastas, tan imperativas, que recuerdan las amenazas que recibe un niño para que sea simpático con las visitas.
La relación con el pasado no sólo es decisiva para el Banville novelista; lo es para sus protagonistas. Reconstruir partes del pasado o crear pasados ficticios es una de sus aficiones dilectas. No sorprende que en Banville la traición y la delación hayan sido materias repetidas. El intocable (1997) retrata veladamente a los agentes de inteligencia con tendencias artísticas Anthony Blunt y Graham Greene. Imposturas hace otro tanto con el crítico belga Paul de Man, quien en su juventud había publicado en su país natal un puñado de artículos antisemitas, que enterró prolijamente antes de embarcarse en una prestigiosa carrera como ensayista y profesor en Estados Unidos.
Banville tiene una debilidad especial por el pasado silenciado y la fuga. Fue precisamente el brillante embustero De Man quien en 1965 definió a Camus como "un escritor que, en su ficción, siempre eligió esconderse detrás de la máscara de un estilo deliberado, controlado, o detrás de un tono seudoconfesional que sirve para encubrir más que para revelar".
Difícil hallar una mejor descripción para Banville como escritor. Sus personajes sospechan que tarde o temprano toda criatura humana será descubierta. Los persigue una sombra incansable: qué es lo que otros van a revelar de ellos, o peor, qué es lo que a ellos mismos puede llegar a escapárseles, cuáles serán las palabras propias que los apuñalen por la espalda. Es un temor que se parece demasiado a un deseo.
El interés por la culpa es natural en quien ha tomado tanto de prestado: Banville construyó una obra entera –respetable sin dudas, y realmente admirable en no pocos libros– adaptando el ritmo y la oralidad de cierto Beckett y la voluptuosidad del símil en Nabokov, adoptando como telón de fondo la ambigüedad moral de las siluetas recortadas por Graham Greene y Henry James. Cuando se crea un estilo, se crean a la vez las degradaciones de ese estilo, sus formas fáciles, con las que lucran impunemente los sucesores. Pero como no se puede escribir como si equivaliera a decidir a quién se debe imitar, Banville tomó una tercera o cuarta vía, propia, y ha sido más que un ventrílocuo competente.
En cada novela, su objetivo ha sido el de crear una voz que valga por un personaje verosímil; para él, creíble es sinónimo de cautivante. La teatralidad del lenguaje la subraya el que más de uno de sus personajes sea actor, en funciones o retirado. Cada voz, no obstante, es verosímil en la medida en que su deriva hace desaparecer una identidad –uno de los legados de Shakespeare– o la diluye. La credibilidad parece exigir cierta indulgencia, la de una voz que habla consigo misma sin parar. No es tan extraño el caso Banville: un escritor que tiene el talento para corregirse, pero que no lo hace últimamente quizá porque siente que traicionaría un costado muy íntimo, más auténtico o más relevante.
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