Una canción de la Rosalía
Antes que su voz, lo primero que se escuchan son los instrumentos de la orquesta. Precisos, impiadosos. Lo que tocan se mide en caballos de fuerza. Violines, contrabajos, trompetas, flautas, una tuba, montañas que se forman y desploman, se forman y desploman. Antes que su voz, después suena el coro. Sopranos, contraltos, tenores, bajos, alemán, alemán, alemán. Así arranca Berghain, la primera canción del nuevo disco de Rosalía, que le da la palabra a este grupo de mujeres y hombres para que alerte, afinado: “Su miedo es mi miedo, su ira es mi ira, su amor es mi amor”.
Después sí se la escucha a ella, que llega a un lugar tan alto, tan de precipicio, es un cristal delgado y delicado con la fuerza de lo irrompible porque ni siquiera desde esas alturas al suelo podría estallar. Para hablar de amor hay que hacerlo así, en los límites. Ella, que conserva el filo, que puede cortar, que busca la sangre, desde ese lugar, escudada por las cuerdas que ya más lentas tejen su refugio, dice en ese idioma que no es suyo que nunca olvida, que su cuerpo no es capaz de eso. El amor, un amor, este amor. Una cadena perpetua.
Entonces su voz baja y canta en español para que ahora la sigan, para que en un recital el público la acompañe y no se quede sola en el cielo. Eso tiene también esta catalana, sabe estar arriba y puede estar abajo. Reguetón, pop, Grammys, música clásica. Y queda bien al lado de Björk. Esta artista de 60 años nacida en Islandia se suma en la segunda parte del tema para cantar en inglés con calma pero con trauma que la única salvación posible es la intervención divina. Otra condena. Aguda también ella, desde sus alturas, entra en la música en modo fantasía y como si estuviera rodeada de algodones o enmarcada en alas para llevarla más lejos. Luego, en el final, quien canta es el estadounidense Yves Tumor, que le da nueva forma a la violencia del amor por el que la española ya había avisado (“Cuando tú vienes es cuando me voy”) a base de ecos y golpes de tambores y una repetición insoportable que iguala placer y amenaza. Ese dúo.
Todo esto hace Rosalía, 33 años; todo esto y lo consigue. Es la mujer que puede ser pop y sonar de madrugada para bailar con una copa en la mano y que puede escribir un tema de dos minutos y cincuenta y nueve segundos sin rumbo esperable que mezcla tres idiomas, que mezcla a tres artistas, que mezcla idilio y lucha y cielo y muerte y pasión y angustia y dulzura y vida. Berghain es esto, es la aceptación del amor como un desencuentro inevitable. Esa fuerza, irradiada por la sinfónica de Londres. Y Rosalía, la edad de Jesús al morir, es una respuesta a los descreídos. A los que se quedaron sin fe o se quedaron en Queen. Vestida de blanco en la tapa de este nuevo disco, con una cofia de monja en la cabeza y una camisa de fuerza en el pecho, la religión, la locura, se tapa el cuerpo con el gesto como quien dice acá no hay nada para ver aunque sea lo contrario. De ese blanco a todos los colores. Rosalía está abierta. Es partitura, es motomami, toca el piano, baila flamenco, baila en una coreografía como en los 90 los hacían los Backstreet Boys, se muestra desnuda, se oculta toda, es la morocha del pelo a contramano y la boca maquillada de rojo, la productora, la compositora, la que canta sola porque sola alcanza, la que canta con Daddy Yankee, canta con Billie Eilish, canta en japonés, dice cosas como “golpea mi cuerpo, me comeré todo mi orgullo”, dice cosas como “hoy salgo con mi baby de la disco coroná”. Hace unos días, mientras presentaba este nuevo trabajo, dijo: “Si hubiera podido, hubiera puesto todo el mundo en este disco”. Eso. La totalidad entera. Incómoda, dura, dulce, brava, generosa, creyente, confusa, universal.
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