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Luis Scola, el mejor de dos generaciones del básquetbol argentino
La despedida de la selección marca el final de una carrera maravillosa, pero también, si él lo dispone, el comienzo de una etapa que puede marcar un camino acertado para este deporte
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Puede decirse que un deportista que consiguió el reconocimiento unánime como el mejor de toda una generación alcanzó la gloria máxima. Hasta esa lógica atravesó Luis Scola, el mejor de dos generaciones del básquetbol argentino.
Las proyecciones que desde hace años se ensayan sobre su retiro se imaginaron tantas veces… Y el homenaje terminó con una hermosa improvisación en Japón, en un estadio desnudo por una pandemia. La admiración y el respeto que el mundo del básquet tiene por él es tan grande que hasta los árbitros dejaron de lado el reglamento para que toda la atención pudiera estar sobre él de una manera más extensa de la que se podía programar. Para que el director de cámaras de la transmisión oficial tuviera tiempo suficiente para enfocar desde todos los ángulos posibles la dimensión del reconocimiento. Sí, los referís a los que les discutió mil fallos aplaudieron también. Y sus rivales australianos, por supuesto.
Alguien puede pensar que esa durísma derrota de la selección por 38 puntos, en los cuartos de final de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, es injusta para decirle adiós a semejante leyenda. En realidad, hay que decir que Scola le dio tanto a la selección que su último gesto fue que, como por un designio mágico, todos se olvidaran del resultado para enfocarse en él. Hasta el último día puso a salvo el honor del equipo.
A los que se queden con la frialdad del número, les servirá para recordar lo competitivo y arduo que es este deporte en el que Scola sostuvo a la Argentina en la elite. La empujó a lo máximo. Con los mejores de la Generación Dorada y con los que estaban lejos de ella. Durante 22 años.
Más de dos décadas de una carrera tan maravillosa que se puede contar desordenada porque igual será perfecta.
Es el que a los 24 años asumió la titularidad de la selección por la lesión de un compañero (Fabricio Oberto) y que fue goleador de la final olímpica de Atenas 2004 contra Italia (25 puntos).
El que cuando aún era un niño ya podía sentir la presión de todo el ambiente del básquetbol que le auguraba un futuro de crack y eligió un método de trabajo que lo impulsó por encima de todos los pronósticos.
El que llenó de confianza a un grupo de jóvenes que heredó la posta de la GD cuando nadie más creía en ellos. Pulverizó las comparaciones innecesarias y los acompañó a otra final mundial en 2019.
El que algún día, si es que lo desea, podrá decir que la Generación Dorada no fue un cuento de hadas, y que como cualquier grupo humano tuvo peleas, diferencias y decepciones. Pero que supo manejarlas. Enfrentó y resolvió las discusiones que podían ser resueltas; analizó y supo eludir las que tenían destino de conflicto insalvable, y fue inflexible en las que consideró que por tomar otra posición podrían dañar el concepto más puro de la selección.
El que jamás faltó a un torneo con la selección.
El que es ídolo en China, porque impuso una conducta de trabajo y se entregó por completo en una Liga desconocida para occidente y por la que varios ex NBA sólo pasan irrespetuosamente con el único fin de engrosar sus cuentas bancarias.
El que mejor jugó ante los rivales más difíciles y en los climas más hostiles.
El que fue el máximo goleador del Mundial de Turquía en 2010, un logro que ningún otro argentino alcanzó.
El que tenía que jugar el Mundial Sub 19 de Lisboa en 1999 pero fue retirado del equipo por Julio Lamas, porque lo necesitaba para que debutara con la selección mayor en el Preolímpico de San Juan de Puerto Rico, donde fue una de las figuras del torneo.
El que es adorado en Baskonia, donde ganó siete títulos y fue elegido dos veces el mejor jugador de la Liga española.
El que si se equivoca pide disculpas.
El que creó un programa de Transición al Profesionalismo para deportistas jóvenes.
El que se plantó ante una dirigencia del básquet sospechada de corrupción en 2014 y no se detuvo hasta que no consiguió que todos se fueran.
El que se encerró durante meses en un galpón en el medio del campo para hacer la mejor puesta a punto para el Mundial de 2019.
El que ahora dice que piensa tan distinto a la actual conducción del básquet argentino que está orgulloso de estar en veredas opuestas.
El que se compromete más allá de la cancha.
El que no pudo ganar los títulos que tiene Ginóbili, pero que no está ni medio paso detrás de él.
El compañero severo que instala la idea y da el ejemplo.
El que con apenas 18 años fue elegido para jugar en Europa como extranjero, cuando el 99% de los equipos no dudan en contratar a estadounidenses con experiencia para ocupar esas plazas.
El que ya siendo un consagrado en la selección y en la NBA llevó a jóvenes promesas del básquetbol argentino a campos de entrenamientos para perfeccionar técnicas.
El que se convirtió en ídolo de una franquicia de la NBA como Houston Rockets.
Hasta el siglo pasado, el deporte argentino tenía seis nombres que se recitaban de memoria como referencias de excelencia: Fangio, De Vicenzo, Vilas, Sabatini, Monzón, Porta, Maradona... Este siglo sumó nuevas maestrías con Messi, Pareto, Ginóbili, Del Potro, Aymar… y a nadie le puede molestar si Scola se sienta en la cabecera de la mesa.
Scola es la palabra justa para que un grupo sepa lo que es conseguir un logro en equipo. Es el giro y el contragiro en la llave para marear al oponente. Es la perfección técnica para ejecutar un movimiento de pies de espalda al aro. Scola es la verdad. Es la cadencia exacta para replicar un tiro cuando el tiempo le quitó fibra a las piernas.
Es pasado, presente y futuro del básquet argentino. Es el principio y es el final. El manual a seguir si la intención es buena. Ahora que ya no está.
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