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Todo lo que puede devorarse la Argentina salvaje
El salvajismo que derrota a todo un país tiene resto y fuerza de sobra para helarle la sangre a otros poderosos. Lo hicieron evidente los empujones, insultos y escupitajos que sufrió en la tarde del sábado Gianni Infantino, el presidente de la FIFA, aunque la furia no estuviera destinada especialmente a él. Entraba al estadio Monumental junto a Claudio "Chiqui" Tapia, titular de la AFA, y Alejandro Domínguez, jefe de la Conmebol, y recorrer los escasos metros entre el estacionamiento y el anillo interior del estadio fue un pequeño infierno. Domínguez y Tapia, por diferentes razones, se llevaron la peor parte, pero Infantino también estaba allí y pudo notar de primera mano la agresividad y el odio que anidan en el superclásico del fútbol argentino. O, más bien, en el fútbol todo y en la Argentina en general.
Por eso es que en la mañana del domingo, en ese limbo entre la primera y la segunda suspensión, el jefe del fútbol mundial tenía una preocupación en su plácido desayuno en Puerto Madero: dejar bien claro que él no intentó forzar que la final se jugara. Las redes sociales ya habían mostrado demasiados mensajes amenazantes hacia su persona. Eran de hinchas o seudohinchas de Boca, pero daba igual, las amenazas sonaban bastante reales. "Vamos todos al hotel de Infantino", proponía uno. Antes de subirse al avión que lo devolvía a Europa, el presidente de la FIFA habló con LA NACION: "Quiero aclarar, debido a la serie de falsos rumores diseminados, que no pedí en momento alguno que se jugara el partido. Tampoco amenacé a nadie con sanciones disciplinarias en caso de que el juego no tuviera lugar".
¿Qué hacía, entonces, el hombre más poderoso del fútbol mundial el sábado en las entrañas del Monumental? El razonamiento inmediato, y extendido, fue que había asumido la dirección del desastre; no en vano es el presidente de la FIFA. La política del fútbol, sin embargo, no es tan lineal: cuando se trata de Mundiales, Infantino es amo y señor. Si se trata de torneos regionales, en cambio, el poder es de las confederaciones. Lo que lleva las cosas a Domínguez. De Tapia, el hombre que maneja el fútbol argentino, poco y nada se supo tras sus sonrientes apariciones en videos. La Libertadores no es su responsabilidad, pero se jugaba en la Argentina entre dos equipos argentinos, y además formó parte de las reuniones de urgencia en River. Tapia, el hombre que aseguró que para fines de 2017 volvían los visitantes al fútbol, parece tener, un año después, poco que decir.
Domínguez tampoco estaba especialmente fascinado por hablar. Llegó a Buenos Aires vendiendo con entusiasmo el "fútbol de verdad" por sobre el europeo de supuesta "PlayStation", pero se terminó encontrando con lo peor del fútbol argentino, que es ya para él una pesadilla de proporciones bíblicas. Por eso es que, mientras Infantino conversaba sonriente en uno de los mejores hoteles de Puerto Madero, el paraguayo salió prácticamente corriendo cuando escuchó que un periodista lo llamaba por su nombre. Domínguez era consciente ya, a esa hora, de que los "pactos de caballeros" tienen en la Argentina un significado muy diferente al del resto del mundo. Se lo venían diciendo sus asesores, que no confiaban ni en River ni en Boca, pero sobre todo no confiaban en Daniel Angelici. "Estuvimos haciendo equilibrio entre un tramposo y otro más tramposo", graficaron. Era el mediodía del domingo y el "no se juega" crecía como posibilidad. Lo admitía la propia Conmebol, resignada a ser una pieza más dentro del gran tablero de juego que el presidente de Boca digitaba desde el Hotel Madero: "Ya conocen a Angelici. Él decía que quería jugar, pero es hombre de juegos de azar. Te juega a dos puntas".
Jugaba a dos puntas Angelici, quizás adrede, quizá porque no le quedaba otro remedio. Les dijo a Domínguez y a D'Onofrio que Boca jugaría al día siguiente, pero a esa altura ya tenía noticias de la cuasi rebelión de sus jugadores, muy decididos a no presentarse. Con el correr de las horas, esa postura se endureció y el margen del presidente xeneize se esfumó. Cumplir el "pacto de caballeros" lo incineraba ante su hinchada y lo convertía en una figura sin peso ante sus jugadores. La pesadilla de Domínguez era un hecho, pero el efecto de la segunda suspensión repercutía bastante más allá del partido. Llegaba incluso a 2030.
"Esto es una patada al hígado", decían a LA NACION desde la candidatura de Argentina/Uruguay/Paraguay para el Mundial de dentro de 12 años. Y un observador neutral añadió que las imágenes del micro de Boca atacado por hinchas de River podrían ser usadas a placer por la candidatura de Inglaterra y la de España/Portugal/Marruecos para desacreditar el deseo sudamericano de celebrar el centenario del Mundial en casa.
Un golpe de realidad para el presidente Mauricio Macri, que a más tardar este fin de semana terminó de entender que el deseo de recuperar las hinchadas visitantes es eso, apenas un deseo. Curioso, porque fue 12 años presidente de Boca y conoce como pocos el funcionamiento del fútbol argentino y todas sus miserias, incluyendo las barras bravas. Es seguramente por eso que el presidente suele insistir en dos frases. Una es polémica: "Todo lo que aprendí lo aprendí en el fútbol, la política no me aportó nada nuevo". La otra se ajusta como un guante a lo que acaba de suceder: "El fútbol te obliga a la humildad permanente".
Frases para que analice también Zvonimir Boban, el exquisito mediocampista croata que brilló especialmente en el Milan en los 90. Boban, que es hoy secretario general adjunto de la FIFA y hombre clave en la estructura de poder del organismo, llegó a la Argentina imbuido del entusiasmo de un colegial tras ver el imponente marco de la primera final en la Bombonera. Soñó en exceso y pensó sinceramente en que la Argentina fuera sede en algún momento del nuevo Mundial de Clubes, que en 2020 o 2021 involucrará a 24 entidades. "¡Imaginate, todos los estadios llenos, este país es ideal para un torneo así!".
Este país, y a esta altura Boban también lo sabe, está muy lejos de ser ideal.
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