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La selección argentina tachó con un olvidable empate en Venezuela su excursión más incómoda en las Eliminatorias
En Maturín y con el regreso de Messi luego de la Copa América, el equipo de Scaloni sufrió más de lo que disfrutó un partido condicionado por el agua; Otamendi y Rondón anotaron los goles del 1-1
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La selección más terrenal de todas las formaciones que Argentina presentó en los últimos y felices años terminó siendo, por una vez, una expresión acuática. Y, como ese elemento, no terminó por adoptar una forma definida en los 95 minutos que duró el partido -apenas 43 dictaminó el reloj de tiempo neto- en Maturín, una ciudad que fue tórrida, húmeda y sobre todo incómoda para el campeón del mundo. El empate que ni uno ni otro celebró, al cabo, quedó matizado por el protagonismo de lo imponderable: ni la convencida Venezuela, que camina con pie firme hacia su posible primer Mundial, ni Argentina gastarán horas de videoanálisis para extraer sesudas conclusiones de un 1-1 que no les cambia la vida porque el partido resultó un difícil ejercicio condicionado por el agua. Jugar al fútbol moderno exige un sinfín de precauciones y movimientos estudiados; hacerlo en condiciones tan ajenas a un mínimo ejercicio de lo pensado hace que el deporte se parezca más a una vuelta en la ruleta y menos a lo esencial del juego.
El partido, en realidad, estaba desnaturalizado desde que empezó la semana. La concentración en Miami -un mimo al regresado capitán-, el viaje a Maturín con escala en Barranquilla -por las rispideces diplomáticas con el gobierno de Maduro, que impidieron un vuelo directo- y la lluvia torrencial que demoró el inicio del partido generaron un escenario en el que el fútbol pasó a ser un elemento accesorio en el estadio Monumental, un feudo infranqueable hasta aquí por los que llegaban a jugar ante la Vinotinto.
Pero si esa concatenación parecía mucho, el efecto del agua empeoró todo. Porque el primer pase del partido, ejecutado por Nahuel Ferraresi, demostró que el waterpolo reemplazaría a este noble deporte reglado por los ingleses en una taberna en 1863: lo que sucedería allí no sería precisamente un partido de balompié en toda su ley. El agua dictaba el ritmo del juego y también esas jugadas que luego se esparcen como memes: corre el enérgico José Martínez -entreverado en todos los forcejeos, además- a toda velocidad por la banda izquierda, deja atrás a dos rivales y quiere enfilar hacia el área de Gerónimo Rulli, pero un charco le frena la pelota y él sigue de largo. Risas. Y así…
En ese ambiente, el plan de juego era un papelito escrito por los entrenadores y roto por la realidad. Argentina, con siete cambios respecto de la derrota ante Colombia, trataba de no resignar los pases cortos, una idea que no se llevaba bien con el anegamiento. De hecho, un dato estadístico entregado por OPTA revela cuan irregular fue el asunto: Argentina dio 382 pases, un 30 por ciento por debajo de su promedio por partido (552) en estas eliminatorias. De hecho, solo una vez en todo el cotejo hilvanó más de 10 pases seguidos en una acción que terminó en un ataque… ¿Y cuánto habrá tenido que ver el agua en la cabeza de Rafael Romo, que en lugar de amortiguar la pelota la rechazó, lo que propició un rebote que le quedó servido a Nicolás Otamendi, autor del gol del 1-0? Iban apenas 12 minutos de una expresión extraña.
En adelante, Venezuela respondió con la movilidad de sus volantes y la fe de Salomón Rondón, el capitán que sigue trajinando canchas y obligando defensas con su potencia. Una vez Pezzella lo cerró magistralmente -el más destacado de la zaga visitante-, pero en el segundo tiempo, cuando la Argentina parecía haber dejado atrás la tormenta, saltó como una gacela entre los centrales y cabeceó como quien perfeccionó ese movimiento desde que era un niño: el parietal derecho impulsó la pelota hacia el paso más lejano a su posición, allí donde el bueno de Gerónimo Rulli -reemplazante de Dibu Martínez y figura argentina- no tenía manera de llegar.
Iban 19 minutos de esa etapa, y el gol vino a cortar el momento en que, por primera vez, la selección campeona del mundo había tomado cierto control del juego, lo que no había logrado en todo el primer tiempo. Quedó en el aire la sensación de que el ingreso de Leonardo Balerdi para fortalecer el juego aéreo, ocurrido después de la gema de Rondón, podría haber ocurrido antes. El que sí estaba inexplicablemente en el campo era Gonzalo Montiel, bailado por el quiebre de cintura de Soteldo en el movimiento que derivó en el centro del empate: el defensor, que no tiene participación en Sevilla, su club, volvió a dejar en evidencia que sus citaciones están vinculadas a su pasado. Algo que Scaloni quizás revise para el futuro.
Una novedad que dejó el segundo tiempo, también, fue el lento regreso de Messi al equipo, casi tres meses después de su última vez, la de la final de la Copa América. Inadvertido por completo en la etapa inicial, el capitán estuvo más activo después, y no casualmente eso derivó en una cadena de pases con más eslabones. De Paul, de lo mejor en esta era dorada de la selección, lo dejó mano a mano con Romo cuando ya estaban 1-1, y el arquero ganó el duelo. La planilla señala que el capitán fue el segundo jugador argentino en el ranking de pases (dio 44 y De Paul, 60): uno de ellos filtrado hacia Tagliafico, propio de su sello, que el defensor no llegó a controlar por poco cuando quedaba de cara al arquero local. Quizás, el rol secundario del héroe de este tiempo histórico no debe llamar tanto la atención. Parece más bien la consecuencia lógica del paso del tiempo, algo que la Copa América ya se había encargado de avisar. El orgullo, el deseo de seguir perteneciendo y las ganas de no bajarse de este tren de la alegría explican también que Messi estire su permanencia en un lugar que, a fin de cuentas, siempre será suyo.
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