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Reflexiones e ideas a partir de una muerte que debería ser la última
La inesperada noticia del fallecimiento de Julio César Toresani esta semana nos conmovió a todos los que integramos la familia del fútbol. Por cómo ocurrió y por las circunstancias que fuimos conociendo a partir del hecho. En lo personal me afectó especialmente por haber sido compañeros en Boca, pero al margen de este detalle, el tristísimo desenlace creo que habilita para realizar una reflexión respecto a lo que ocurre cuando un deportista baja el telón de su actividad profesional y tiene que insertarse en esa sociedad real que hasta entonces apenas había observado desde la distancia.
Ser futbolista es un estilo de vida que va más allá de la intensidad de las luces que alumbran a cada uno. Existe una disciplina común que cumplir en función de la exigencia física que demanda ser jugador profesional y a la que el protagonista va acomodándose; una rutina que se traslada a los que se mueven a su alrededor, que tratan de no perturbarla. A su vez, la cabeza está plenamente metida en todo lo que conlleva su tarea: convencer al entrenador, ganarse un lugar en el equipo, competir contra los rivales, defender un prestigio, cumplir con los sueños...
La dinámica vale para todos. No está relacionada con el éxito que se obtenga durante la carrera. Le cabe a un Lionel Messi, pero también a quienes no acceden al trono de los elegidos y que son la inmensa, aplastante mayoría.
La gloria no solo es levantar la Copa del Mundo, ni hacerse millonario. No hay jugador que no vaya trazándose pequeñas metas y que no sienta orgullo en la medida que las alcanza: puede ser debutar en la Primera de su club, hacer un gol, conquistar un ascenso o cualquier otra. Esto es independiente de la valoración externa, que llega más tarde aunque inevitablemente te queda impregnada en la piel.
El problema surge cuando, de pronto, todo desaparece y debe comenzarse a vivir otra vida que en muchos casos puede hacerse demasiado larga.
Quien se preparó desde muy chico para ser futbolista conoce a la perfección el significado de lo que hace adentro de la cancha. Con tu participación en un equipo –no importa de qué categoría hablemos– se puede hacer feliz a una persona, a cien o a miles. Eso te convierte en alguien especial, te otorga un poder que resulta inigualable, pero que se esfuma con el retiro y que no vuelve nunca más, hagas lo que hagas, porque nada es comparable a jugar, a marcar un gol, al grito de la gente...
Al día siguiente de abandonar el fútbol activo, a una edad en la que ya no se está para competir de manera profesional pero sí muy apto en lo físico, muy lúcido mentalmente y apenas rompiendo el cascarón de la juventud, hay que comenzar a lidiar con emociones y sentimientos poco conocidos, con el tiempo libre, con los recuerdos. Y lo que es más cruel, se deja de lado todo lo que implica llevar puesta una camiseta para pasar a ser una persona común que ya no representa nada ni a nadie.
Los casos que se conocen de exjugadores que se ven en dificultades para superar con éxito esa transición demuestran que no todo el mundo está preparado ni formado para atravesarla. Actuar de manera preventiva para ayudar a aquellos que alguna vez nos dieron felicidad gracias a sus virtudes con la pelota se convierte así en una necesidad.
En este punto, tanto el gremio de los futbolistas como la AFA tienen una tarea que efectuar. El fútbol, que mueve tantos millones, debería buscar la manera de devolver la gigantesca inversión en ilusión y en tiempo que en su momento hicieron todos esos chicos –en su gran mayoría de origen humilde– para dedicarse con profesionalidad a este deporte.
Una posibilidad sería repetir la iniciativa que tuvo el mundo del teatro y construir centros donde dar asilo a los futbolistas retirados que padecen realidades difíciles. De esa forma tendrían sitios que cubrirían sus necesidades básicas –dormir, comer, recibir atención médica y psicológica, sentirse en compañía– y se evitaría, por ejemplo, lo sucedido con Julio César Toresani, que acabó sus días en soledad en una habitación que le facilitaba la Liga Santafesina.
Otra opción deseable sería crear una red de contención en todos los sentidos y al alcance de todos, en todo el país. No es nada sencillo reinsertarse en la sociedad. Algunos, los menos, encontramos la manera de seguir ligados al fútbol. Pero a los demás, a quienes vuelven a sus pueblos de origen, habría que darles herramientas para que puedan gestionar y reencauzar sus vidas. Deberían tener la oportunidad de ser asistidos por profesionales que los ayuden a terminar el colegio secundario, a aprender un nuevo oficio, a generarles inquietudes y curiosidades por algo diferente al fútbol.
No es saludable convivir permanentemente con la nostalgia y tampoco el recuerdo de los demás es eterno. Con más o menos gratitud, el hincha pasa la página, adopta un nuevo ídolo y la memoria de los cracks pasados se va difuminando. El futbolista que dejó de serlo se queda entonces solo con su duelo. Buscar el modo de apoyarlo sería también una forma de humanizar este deporte tan maltratado y construir una sociedad un poco mejor.
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