El "estrellero", personaje sabio y fantasioso de nuestras pampas
"Estrellero" tiene dos significados en el lenguaje criollo. En primer lugar, se dice así del caballo arisco o mal domado que acostumbra dar cabezadas, es decir levantar la vista hacia arriba, "hacia las estrellas". Pero, además, el conocedor del cielo es un estrellero, término no muy usual -porque tampoco es usual la condición que describe- que designa a quien atina a ubicar y mencionar por su nombre a los principales astros, a urdir historias sobre la Vía Láctea, a citar las constelaciones populares de este hemisferio -Las Tres Marías y el "Crucero", que era como el gaucho llamaba a la Cruz del Sur-, a traer relatos de estrellas fugaces, cometas e improbables meteoritos y, sobre todo, a anticipar lluvias, que era lo que acreditaba verdadero conocimiento.
Es probable, también, que algunas de esas coordenadas hayan servido para establecer la dirección en medio de la noche. En todo caso, el brazo largo de la cruz marca el Sur con aceptable aproximación, pero ese uso, clásico entre la gente de mar, circuló muy poco en nuestro campo, y más bien cabe suponer que se hayan valido de él militares u otras personas instruidas.
Lectura del terreno
Las artes de la baquía tomaban -y toman- casi excluyentemente referencias del suelo, de las marcas que en él quedan, de las pastos duros y del achaparrado espinillo, y asimismo del vuelo de los pájaros, ausente con la caída del sol.
Y en cuanto a seguir viaje, ya se sabe que es mejor "desensillar hasta que aclare". Entonces, ¿qué alcance cabía dar a ese tipo de ciencia que cultivaba el estrellero?
Quizá sólo el de alardear de sabihondo en charlas, en ruedas nocturnas, entre alcohol, cigarro y mate.
No parece que ninguna preocupación moderna se hallase demasiado presente en esas reuniones; el gaucho y el criollo ignoraron poco menos que por completo los sistemas que vinculan orgánicamente el azar y los astros y ven en éstos una suerte de cepos de aquél.
Mirar al cielo
Pues, antiguamente, la fantasía de los horóscopos no era cosa de rústicos sino de gente leída y sólo después, cuanto este grupo dejó de creer, fue que el pobrerío urbano el que recogió esa tradición.
El paisano se limitaba a las inferencias más bien incrédulas del andaluz acerca de la buena y la mala estrella, los irremisibles "estrellados" y el presagio siempre funesto de los cometas. Por cierto, nadie negaba nada, pero, en realidad, la función de las estrellas no era dar indicios sobre el futuro sino la de ser fragmentos de una gran fábula con que se aleccionaba a niños grandes y barbudos.
El cordobés Martín Gil, cultísimo y sabio de veras, tenía todavía algo de criollo pitando "bajo el manto de estrellas" y contando cosas semejantes a cuentos.
Y aunque a menudo acertaba a propósito de cómo vendría el tiempo, muy pocos le creían, por aquello de que "el mentir de las estrellas/ es muy bonito mentir,/ pues que nadie ha de subir/ a preguntárselo a ellas".
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