El autor ofrece una antología de artistas dedicados a retratar desde la montaña hasta los valles y lagos
En su bello libro El arte del paisaje , nos cuenta Kenneth Clark que fue Petrarca (1304-1374) el primer ser humano que escaló una montaña con miras a disfrutar del paisaje que se le ofrecía desde aquella vista panorámica. Aun así, cuando abrió un libro de San Agustín que llevaba consigo encontró una recriminación para cuanto supusiese distraerse de las cosas del alma para volcar la atención al mundo exterior.
Bajó Petrarca contrito de su expedición, reasumiendo en cierto modo aquella advertencia de San Anselmo, que en el mismo sentido agustiniano condenaba entregarse a los placeres de los sentidos, con un estricto espíritu monástico. Pese a ello, el camino del disfrute del paisaje quedaba abierto para la nueva sensibilidad, superando el temor que producían los bosques y las austeridades rocosas que aún marcan los cuadros de Leonardo. Con el tiempo se llegaría a la culminación de los maestros holandeses del siglo XVII y, pasando por Turner, a la gloriosa escuela de los impresionistas del siglo XIX.
La República Argentina, que asoma a la luz en el pasado siglo, mal podía estar ausente de las delicias del paisaje, con toda la riqueza de variedades que le ofrece su vastedad, desde las montañas y abigarrados montes hasta las tierras del Litoral, pasando por las planicies pampeanas, hasta llegar a la imponente grandeza de nuestra región lacustre del Sur, sin omitir las bellezas patagónicas que rematan su fascinación en Tierra del Fuego y los hielos de la Antártida.
Mientras no olvidemos la importancia de algunas telas de Prilidiano Pueyrredón en las que juega la pampa un papel esencial, no sin justicia ha sido considerado nuestro paisajista por antonomasia Fernando Fader.
No sería impertinente recordar que nuestro primer pintor, Carlos Morel (1813-1894), nos dejó un espléndido óleo que, pese a sus reducidas medidas, da una idea de rara grandiosidad de lo que fue "La calle larga de Barracas", la actual avenida Montes de Oca, donde en la inmensidad de cielo y tierra aparece un diminuto desfile de carretas.
También Angel Della Valle (1852-1903), formado en Italia, eligió alguna vez como tema la puesta del sol, envolviendo su clásica sensibilidad con un aumento de romanticismo.
Tierra de iguanas
El gran émulo de Fader fue Cesáreo Bernaldo Quirós (1881-1968), oriundo de Gualeguay, Entre Ríos, que supo captar como nadie algunos enfoques de su propia tierra, a veces en su intrincada maleza, a veces desde la perspectiva que le hace titular a la boscosa planicie "Tierra de iguanas".
Un encanto muy particular tienen los trabajos de Fray Guillermo Butler (1880-1951), mejor conocido por los paisajes serranos de su Córdoba natal. Formado en Europa, cuenta sobre todo la influencia del puntillismo francés que supo aplicar con magia a esas colinas, que se elevan como una plegaria al cielo.
De los que podríamos llamar clásicos de este siglo destaco la obra de Ceferino Carnacini (1888-1964). Formó parte del grupo de Villa Ballester, donde existe un museo que lleva su nombre. Viajó por varias regiones del país dejándonos el precioso testimonio de sus montañas, sus lagos y sus pampas, donde por lo general asoma algún rastro humano.
De la época es Atilio Malinverno (1890-1936), llamado con justicia el filósofo del árbol por su sin par capacidad de traducir la belleza del eucalipto. Del grupo I Porá, que formó con otros colegas, estoy felizmente obligado a recordar a Fernando Pascual Ayllón, catalán de origen, registrado por Pagano, de paleta impresionista aunque dibujo clásico.
Valen los nombres de Atilio Malanca (1897-1967) y de Miguel Carlos Victorica (1884-1955). Cordobés el primero, su obra se caracteriza por la fuerte impronta telúrica referida a nuestro interior y al altiplano. Al porteño Victorica lo he visitado en su taller de La Boca. Se trata de uno de los más valiosos pintores de su época. Era un espléndido bohemio, al estilo de un Gauguin. Si bien supo interpretar la figura humana con genio, no lo abandonó éste cuando se trató de plasmar sus balcones o sus vistas del interior.
Sin olvidar a Cordiviola (1892-1967), animalista consumado, ni a Justo Lynch (1870-1953), uno de los más notables marinistas, resultado de su niñez en Martínez, donde se le grabó nuestro río para siempre, quiero anotar a dos de los principales maestros boquenses: Benito Quinquela Martín (1890-1977), de quien James B. Mason, director de la Tate de Londres, dijo que era comparable a Van Gogh. Pintó con tanto fervor a La Boca que ésta pasó a ser algo así como un reflejo de la paleta colorida del artista. Por su parte, Fortunato Lacámera (1887-1951), pese a ser más conocido por sus inmortales naturalezas muertas, tiene algunos paisajes boquenses que no van en zaga a sus mejores triunfos.
Dentro de los paisajistas camperos no podemos omitir ni a Alberto Güiraldes (1897-1961) ni a Florencio Molina Campos (1891-1959). Aunque no en forma exclusiva he querido referirme a los paisajistas de la escena rural, y como es inevitable tan sólo he marcado los de mi preferencia. Cabe agregar que este pasaje tiene eximios cultores entre los artistas contemporáneos. No olvido a un Raúl Soldi y sus visitas a Glew, aunque su énfasis habrá de buscarse en la figura humana.
Pienso en ese gran acuarelista que es Eduardo Audivert, excelente intérprete de árboles, en Rikelme, un probo e imaginativo que supo captar como pocos muestra Patagonia, Norberto Russo, cuyas diáfanas pinturas encuadran ranchos y preferiblemente los árboles sin hojas. Carlos Scaglione, maravilloso intérprete de las planicies pampeanas, a las que les regala algún arbolito o, quizás, algunas garzas. Su pureza lo emparienta con Fray Guillermo Butler. Nos deja también importantes paisajes Norberto Presas, uno de los pinceles más poéticos con que cuenta nuestro país.
Pero en estos panoramas es imposible cubrir todos los frentes y el crítico llamado a registrar estas gestas debe resignarse a que se le escapen algunos héroes.
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