
Escenas de la doma tradicional que reflejan la destreza y el coraje de un paisano
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Antes que la doma racional reemplace completamente a la tradicional mirémosla una vez más. Algunos dicen que la doma campera copió la andaluza y que refleja lo que de común tenemos con el andaluz: la poca disciplina. Nada de procesos elaborados, mucho de espontaneidad y de atajo.
¿Vagancia? Quizás. Pero que requiere una enorme destreza y coraje. Y así como en la virtud está el defecto, lo contrario también se puede apreciar.
Cuando era niño acompañé a un paisano llamado Zunino a recorrer un valle en el que había una manada de potros salvajes. Pude ver, mientras nos acercábamos al tranco, que la mano derecha de Zunino comenzó a desatar el tiento que sostenía su lazo.
Sin detener el paso, Zunino fue haciendo una armada chica. Los movimientos eran suaves, para no alarmar a los animales. La armada y tres vueltas de lazo las puso en su mano derecha y el resto lo conservó en la izquierda, con las riendas. Luego se aseguró que la soga estuviera firme en la sidera y taconeó un par de veces al colorado que montaba para despertarlo antes de la acción.
De repente, Zunino cargó sobre la manada en dirección a un picazo que había quedado dando el frente. El colorado de Zunino arrancó fuerte y agachó las orejas, mientras el gaucho revolear el lazo a la carrera. Cuando el potro disparó, Zunino lo dejó que se abriera a su derecha. Entonces le tiró la armada, y cuando hubo apenas embocado la cabeza Zunino ciñó el lazo.
Juego de fuerzas
Con el animal atrapado, el gaucho fue demorando su monta para estirar el lazo suavemente. El picazo sintió la horca y empezó a retroceder manoteando la soga brava. El lazo se tensó y el colorado comenzó a dar un círculo lento que lo mantenía siempre al frente del potro, que se ahogaba y se estiraba, afirmado en las cuatro patas.
En unos segundos, el picazo empezó a zapatear, mostrando el blanco de los dientes, mientras el lazo le cortaba el hilo fino de aire que apenas le permitía gemir.
Entonces Zunino ató las riendas del colorado, desató un bozal y un maneador que llevaba en la encimera y se bajó. El colorado, experto, siguió tensando el lazo y cada vez que el picazo se movía él se acomodaba para enfrentarlo y evitar un enredo. Zunino se fue acercando despacio al potro, que con los ojos entrecerrados se adormecía, ya casi acostado sobre su panza, con las patas y las manos totalmente estiradas hacia adelante.
Despacio, la mano de Zunino se fue acercando al hocico y lo acarició. El potro ya estaba cansado y dolorido. La mano del paisano ganó terreno y subió por el rayo blanco que cruzaba la frente del animal.
Al rato, Zunino pasó el maneador por el lomo y, haciendo un lazo, le ciñó las patas para voltearlo.
El colorado pareció entender y aflojó la tensión. Cuando el picazo quiso moverse las patas se le juntaron y cayó, bufando.
Ya en el piso y bien maneado, Zunino lo ensilló con su recado blando y cortito, con varias capas de matras y cueros viejos. Le ajustó la cincha de arpillera, corriéndole la argolla, porque el colorado era más corpulento, y lo cinchó dos y tres veces, tomando el corrión con los dientes.
El picazo gimió y se quiso echar al piso, pegó un par de saltos y volvió a quedar inmóvil mirando desconfiado al hombre que lo había fajado. Zunino le silbaba una milonga surera. Como no quería enfrenarlo de entrada, se sacó la faja descolorida, cortó con el cuchillo como medio metro de ella, la pasó por la argolla de las riendas y después se la ató al bagual con dos vueltas en la boca, por debajo de la lengua.
Cuando estuvo listo, Zunino llevó de tiro al potro hasta una falda cubierta de pasto y sin árboles, lo maneó y amagó varias veces que subía.
Al principio, el caballo se asustó y quiso tirarse al piso, pero Zunino lo calmó silbándole y repitió el ejercicio hasta aburrirlo.
Finalmente, el gaucho se sentó, suavemente, en el lomo hinchado del caballo, que miraba de reojo, desconfiado. El jinete le empezó a pasar la mano por la tabla del cogote y le habló con voz suave.
Cuando Zunino vio que la tensión había pasado, se dio una vuelta a la mano izquierda con las riendas, se echó para atrás, como calzando los muslos bajo las boleadoras, y tiró del tiento largo que desprendía las maneas.
El picazo tardó en darse cuenta de que estaba suelto. Primero dio un paso tímido, y después otro; entonces notó que no tenía las sogas y quiso apurar el tranco. Ahí sintió que la cincha le apretaba y que tenía un peso encima. Entonces se agachó, y con toda su fuerza quiso sacudir a Zunino.
El picazo hundía tanto la cabeza entre las manos que el jinete lo perdía de vista y no sabía para dónde iba a arrancar en el próximo arrebato. Por la violencia de las sacudidas, parecía que al corcel le hubieran puesto espinas en el lomo.
A Zunino le crujían las coyunturas. Sólo porque estaba viejo se permitió agarrar con la mano derecha el cojinillo.
El fin de la contienda
Después de unos segundos de vértigo, al llegar al borde del bosque el picazo dio la vuelta y disparó en círculo, para alivio del jinete, que sólo entonces volvió a respirar tranquilo.
Cuando Zunino vio que el caballo se cansaba y se aplacaban sus fuerzas le empezó a dar unos tirones fuertes en la boca, para que aprendiera a frenar.
Después, le hizo señas con el rebenque y le pegó al potro de un lado y del otro de la cabeza para que doblara. Cuando notó que el animal producía un sudor intenso y que entrecerraba los ojos, Zunino se bajó y juntó sus sogas.
El paisano tomó el fiador del bozal al aprendiz y, doblándole la cabeza hacia donde él estaba, lo montó de nuevo y salió al paso, mientras yo le llevaba el colorado.
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