Ha llegado la hora de apostar a la inversión
La economía argentina, desde hace más de un año, se desenvuelve en un delicado equilibrio entre la recesión y un desborde inflacionario y cambiario. En 2013, para moderar las tendencias recesivas, se impulsó una política fiscal y monetaria expansiva, que nos llevó a fin de año al borde de una peligrosa aceleración inflacionaria en medio de una corrida cambiaria y una fuerte pérdida de reservas.
Durante el verano, entre la devaluación de 20% seguida por un congelamiento cambiario y la fuerte suba de las tasas de interés, se controlaron esos desbordes cambiarios e inflacionarios, pero al precio de una fuerte caída del consumo, y, consecuentemente, de la producción industrial y del empleo.
Este difícil e indeseable equilibrio entre recesión y descontrol inflacionario y cambiario en el que estamos desde hace varios meses es la consecuencia del agotamiento del modelo económico implementado desde 2006 por el entonces presidente Néstor Kirchner, basado en el impulso exclusivo del consumo. Ese impulso fue logrado por el creciente gasto público, los ingentes subsidios a sectores que no los necesitaban, y todo financiado por medio de la emisión descontrolada del Banco Central. Ese modelo ha dado más de lo que hubiera sido lógico esperar, gracias a los altos precios de la soja, la alta presión tributaria y las ventajas indirectas de la abundante liquidez internacional. Pero está agotado, como lo demuestran las cifras revisadas de las exportaciones y de la inversión productiva.
Hoy tenemos muy claro que la inversión verdaderamente productiva ha sido sumamente insuficiente en los últimos años. También resulta evidente que las exportaciones industriales y agroindustriales han estado declinando como resultado de la pérdida de competitividad generada por el atraso cambiario y la exagerada presión tributaria. Esto también explicó la necesidad de reforzar el cepo cambiario y las trabas a las importaciones, para evitar una mayor pérdida de reservas, lo que hubiera significado aumentar los riesgos de un desborde inflacionario con consecuencias políticas sumamente peligrosas.
Hoy se debate en los ambientes económico-financieros sobre la conveniencia o no de una nueva devaluación de la moneda en el segundo semestre del año, cuando vuelvan a escasear las ventas de los exportadores y las reservas puedan empezar a caer nuevamente. Semejante rumor irrita a los miembros del equipo económico, que reaccionan con violencia, descalificando a las personas, pero haciendo muy poco por desactivar o refutar esos temores.
Creo que devaluar de golpe una segunda vez en el año agravaría la recesión, aumentaría la pobreza, y enriquecería a los que apostaron al dólar. Y le dejaría servida a Hugo Moyano la oportunidad para requerir la reapertura de las paritarias y/o realizar otra huelga general.
Para evitar que el rumor de otra devaluación crezca, el Gobierno debería hacer varias cosas, muchas de las cuales las ha anunciado, pero no todas las ha concretado. Suponiendo que la inflación de mayo ya se ubica en 1,5%, el BCRA debería empezar a convalidar una devaluación errática de entre 8 y 12 centavos por dólar, por mes. Así, lograría frenar el atraso cambiario y consolidar la ganancia de competitividad lograda con la devaluación de 55% en los últimos 12 meses. Debería mantener tasas de interés claramente superiores a las tasas esperadas de devaluación, para seguir tentando a los exportadores a liquidar sus posiciones, mientras convencen a los importadores de financiarse en dólares, especialmente en un mercado interno deprimido.
Es muy probable que la recuperación del tipo de cambio real sea insuficiente, ya que no cubre ni 40% de la pérdida de competitividad frente a las monedas de la región, ocurrida desde diciembre de 2007. Pero es muy poco probable que este gobierno quiera hacer ese ajuste, si lo puede evitar.
Y lo podría evitar si concretara su reinserción financiera en los mercados internacionales. A eso apuntan las gestiones para cumplir con el artículo 4 del FMI, el cierre de las negociaciones con el Club de París, y con los holdouts. Cumplidos todos o algunos de estos pasos, el Gobierno estaría en condiciones de obtener el desembolso de instituciones financieras internacionales, algún préstamo bilateral, y hasta eventualmente, el año próximo volver a colocar bonos en los mercados. Y si consigue financiamiento, no tiene ninguna necesidad de volver a devaluar.
El problema de este plan es que es recesivo porque las altas tasas de interés reducen el consumo, al igual que el deterioro de los salarios y las jubilaciones, en términos reales. Y por otro lado, requiere un ajuste fiscal, que depende de la eliminación de los subsidios, para no ponerle tanta presión al Banco Central en su función de absorción del dinero creado para financiar al Tesoro. Esta eliminación de subsidios también afectaría al consumo.
O sea que el Gobierno podría evitar tener que devaluar nuevamente en el segundo semestre, pero debería estar dispuesto a soportar una recesión a cambio. Si prevaleciera el objetivo de mantener el consumo y reactivar la economía, muy rápidamente se caería en una corrida cambiaria, y las condiciones previas a una hiperinflación, basadas en un colapso de la demanda de dinero. En enero último estuvimos muy cerca de ese riesgo, cuando los comerciantes prefirieron no vender, quedarse con sus stocks, antes que recibir una moneda de valor incierto.
El Gobierno podría, en cambio, salir de este atolladero impulsando la inversión productiva, especialmente en los sectores orientados a la exportación.
Por las razones anteriormente expresadas va a ser muy difícil revertir la caída del consumo, especialmente en bienes durables, cuya venta logró niveles muy altos en los años anteriores. Pero con pocas modificaciones cambiarias podrían producirse muchas inversiones en actividades agroindustriales, industriales y de servicios, para recomponer la capacidad productiva, especialmente en servicios públicos privatizados.
Estas modificaciones cambiarias no son otras que las ofrecidas específicamente a Chevron, y las que pretenden la brasileña Vale y otras mineras, y todos los que quieren invertir en el país, sean argentinos o extranjeros: que el mercado financiero donde liquidan sus divisas sea el mismo donde podrían comprarlas en el futuro para remitir sus utilidades.
Mientras que unos años atrás hubiera sido muy difícil conseguir estas inversiones por la desconfianza hacia la gestión kirchnerista, hoy prevalece la expectativa de que, dado el fin de ciclo, las inversiones que se hagan en los próximos 18 meses madurarán en un contexto mucho mejor, con menor interferencia estatal. Además, ayudarían a conseguir inversiones los bajos niveles de endeudamiento público y privado, y los atractivos precios de bienes inmuebles, de bonos y acciones de empresas.
Es la hora de apostar a la inversión como elemento de la demanda que pueda sustituir la caída del consumo, moderar el enfriamiento de la economía y generar un aumento de la producción que nos aleje del flagelo inflacionario.
El autor es economista y ex presidente del Banco Central
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