La historia del sastre que quería volar desde la Torre Eiffel
Franz Reichelt tuvo el privilegio de vivir como un rey en plena Belle Epoque, pero una helada mañana de febrero de 1912 lo arruinó todo. Había nacido en Viena, Austria, en 1879, pero a los 19 años se mudó a París, con "una mano atrás y otra adelante". Tenía un don para manipular telas, agujas y tijeras, por lo que no tardó mucho en convertirse en el sastre más famoso de la época. Sus principales clientes eran austríacos que visitaban la capital francesa y se deslumbraban con sus confecciones.
En 1909 el nombre Franz dejó lugar al François, ya que el hombre había recibido la ciudadanía francesa. Su negocio del tercer piso de la 8 rue Gaillon, cerca de la avenida de La Ópera, marchaba sobre ruedas. Fue allí mismo donde el sastre, incitado por la lectura de los diarios y por su propia curiosidad, empezó a desarrollar su invento; el invento que lo conduciría a la muerte.
Resulta que en 1911, el coronel Lalance del Aéroclub de France ofreció un premio de 10.000 francos a cualquiera que pudiera desarrollar un paracaídas de seguridad para aviadores, uno de los requisitos principales era que no superara los 25 kilogramos de peso. Deslumbrado por el premio e impulsado por su propia inclinación creativa, Reichelt empezó a desarrollar su paracaídas. Usando su experiencia con las telas, desarrolló prototipos de alas de seda plegables que exitosamente ralentizaban la caída de maniquíes para que pudieran aterrizar suavemente.
Su invento era un traje paracaídas que iba adosado en la espalda. El diseño inicial pesaba unos 70 kilogramos y desplegaba unos 6 metros cuadrados de tela, pero después Reichelt lo refinó y logró reducir el peso a unos 9 kilogramos y ampliar la superficie a 32 metros cuadrados. Con este traje, esperaba lanzarse desde el primer nivel de la Torre Eiffel y aterrizar sano y salvo en el césped del Campo de Marte.
Antes de aquella mañana helada de febrero de 1912, Franz había hecho algunas pruebas con maniquíes que resultaron moderadamente auspiciosas, pero desde otros edificios más bajos, no desde los 57 metros de altura del primer nivel de la Torre Eiffel.
En efecto, ya en 1911 había conseguido que la policía francesa le otorgara permiso para realizar pruebas con maniquíes con el traje paracaídas desde la Torre Eiffel. Estos intentos no fueron exitosos, pues el paracaídas no se abría del todo en la caída. Franz atribuyó esta circunstancia al hecho de que los maniquíes, dada su condición de seres inanimados, no comandaban convenientemente el artefacto y por ello no se completaba el despliegue completo de la vela.
Obstinado como pocos, finalmente la mañana del 4 de febrero de 1912, Franz llegó a la Torre Eiffel acompañado por dos de sus amigos y un camarógrafo. Hacía frío y corría una fuerte brisa desde el Campo de Marte. La policía había acordonado la zona, esperando que se lanzaran maniquíes, según el testimonio posterior del responsable oficial del operativo, el Prefecto de Policía Louis Lépine (que estaba en la cuerda floja porque un año antes había ocurrido el famoso robo de La Gioconda, que aún estaba sin resolver y se solucionaría recién en 1913). Lo que no se esperaban era que al salto lo hiciera el mismo Reichelt.
Luego de subir con dos de sus amigos y un camarógrafo al primer nivel de la torre, Franz probó la dirección del viento arrojando un trozo de papel arrancado de un pequeño libro. Se preparó subiéndose a un taburete que a su vez estaba sobre una mesa de restaurante, de modo que quedara a nivel de la barandilla. Ajustó su aparato paracaídas y luego de unos cuarenta segundos de dudar, finalmente saltó al vacío.
El paracaídas no se abrió completamente y Franz cayó pesadamente sobre el césped congelado del pie de la torre. Luego de su muerte, sus amigos declararon que habían tratado de disuadirlo, de que su acción no fuera tan temeraria y que arrojara maniquíes, al menos hasta saber a ciencia cierta que el invento funcionaba correctamente. A lo que Franz les había respondido: "Quiero probar el experimento por mí mismo y sin engaños, ya que lo que quiero es probar el valor de mi invención". Como el mago del cuento de Alejandro Dolina, él quería hacer "magia" de verdad.
Desde ese momento, las preguntas se multiplicaron: ¿Por qué este hombre decidió saltar él mismo al vacío con un traje paracaídas que ciertamente no había probado funcionar? ¿Por qué saltar desde el primer nivel de la Torre Eiffel y no desde algún lugar en altura hacia el agua, digamos, del Sena, de un modo más seguro?
El hueco que dejó en el piso medía 13 centímetros (ni 14 ni 15 ni 20, 13 centímetros, el número de la mala suerte). Reichelt y su locura inspiraron una obra de teatro, un cortometraje y un juego. Las páginas de La Nacion inmortalizaron el acto del sastre volador: "Un sastre austríaco, Reichelt, que tenía confianza absoluta en un traje-paracaídas para aviadores, se lanzó hoy desde la primera plataforma de la torre Eiffel. El infeliz cayó como una piedra y se rompió la espina dorsal y las dos piernas. Murió instantáneamente".