Ni superministros ni magia
La Argentina de los parches ha llegado a su fin; se precisa un plan económico coherente sustentado en amplios acuerdos políticos de largo alcance
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No resulta exagerado afirmar que la Argentina atraviesa uno de sus más dramáticos momentos en materia socioeconómica ni puede desconocerse cuánto han influido las luchas intestinas de la coalición gobernante en esa situación. Tanto la ineptitud del presidente de la Nación como la parálisis de la acción de gobierno derivada de las disputas de poder alentadas por la vicepresidenta han sido decisivas para llegar al actual estado. La incapacidad de unos y otros para dejar de lado la cultura populista que, en nombre del Estado presente, solo profundizó los rasgos de un Estado bobo ha sido una constante en estos años. Sus graves consecuencias están hoy a la vista.
El mes de julio, con un aumento del costo de vida que los especialistas estiman en un 8%, terminará dando cuenta de una inflación anualizada nunca vista desde 1991, cuando el país empezaba a salir de la hiperinflación. Ningún economista serio cree que el índice inflacionario estará por debajo del 80% en 2022, un flagelo que golpeará a todos, aunque de manera especial a los sectores más sumergidos de la población.
Este daño podrá ser aún mayor si las autoridades nacionales –y quienes hoy, con Sergio Massa a la cabeza, asumirán la conducción económica del país– continúan sin entender o negando los terribles efectos de una emisión monetaria que, a partir de la desesperación electoral manifestada por el oficialismo en 2021, se tornó descontrolada. Junto a ese fenómeno, asistimos a un aumento de la velocidad de la circulación de la moneda local derivado de la desconfianza de los agentes económicos y de millones de ciudadanos.
La caída de la confianza radica ni más ni menos que en el fuerte desequilibrio de las cuentas de un Estado que gasta mucho más de lo que recauda y que se ha venido financiando con más y más deuda o con emisión de billetes. Según datos del economista Agustín Monteverde, el déficit total del sector público nacional anualizado ronda el 9,3% del PBI, si se suman un déficit primario del 3,5%, intereses equivalentes al 2% y un déficit cuasi fiscal del 3,8%. Algunos de esos componentes tienen una trayectoria al alza asegurada, ya que los intereses mensuales por Leliq pasaron de 200.000 millones de pesos a 350.000 millones.
El rojo de las reservas netas líquidas ya supera los 6000 millones de dólares, lo cual hace suponer que el BCRA estaría usando dólares de los encajes bancarios como si fueran propios
Igualmente grave resulta la situación de las reservas del Banco Central (BCRA), que solo en julio debió desprenderse de 1274 millones de dólares y que, entre el viernes y el lunes último –es decir, cuando ya se conocía que Massa asumiría como ministro de Economía– perdió otros 250 millones de dólares. Las reservas netas de la entidad monetaria son negativas en 1000 millones de dólares y el rojo de las reservas netas líquidas ya supera los 6000 millones de dólares, lo cual hace suponer que el BCRA estaría usando dólares de los encajes de los depósitos bancarios como si fueran propios.
En este contexto, como ya hemos señalado desde esta columna, más que un superministro de Economía, la Argentina requiere acuerdos profundos que permitan llevar a cabo las reformas estructurales necesarias para terminar con un déficit fiscal crónico y recuperar la confianza perdida, que es el activo más valioso de un país. No alcanza con meros parches ni con medidas aisladas. No hay magia ni salvadores.
De lo que se trata es de dar claras señales de voluntad política para achicar los gastos del Estado, dejar de emitir, desregular y abrir la economía, incentivar las exportaciones, además de estimular la generación de empleos mediante modalidades de contratación más flexibles y menores impuestos al trabajo.
Por ahora, la esperanza más inmediata es que la llegada de Massa al Palacio de Hacienda permita dejar atrás al menos parcialmente la confusión de roles y los conflictos de poder que surgieron desde el mismo momento en que Alberto Fernández asumió la presidencia merced al aval de Cristina Kirchner. Es de esperar que al menos un mínimo de coordinación permita superar el desgobierno derivado de los ministerios loteados. Desde ya que no alcanza con eso: la sociedad reclama respeto por la seguridad jurídica, que cesen los intentos del poder político por someter a los jueces y por dotar de impunidad a la vicepresidenta y sus secuaces, y poner fin a los negociados que favorecen a los amigos de la fracción gobernante. Pero quizás esto último sea pedir demasiado, teniendo en cuenta la catadura moral de quienes manejarán en adelante los hilos del gobierno.
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