Faquires en la picaresca porteña
Por Juan Carlos Insiarte De la Redacción de LA NACION
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No es tan fácil en la actualidad encontrar un faquir en Buenos Aires. Estos profesionales del dolor inspirados en prácticas de distantes ciudades de Oriente encontraron, sin embargo, escenarios propicios en las fantásticas ferias de atracciones porteñas, plenas de ingenuidades, donde se presentaban imágenes vívidas, a veces trucadas, como la mujer araña, la sirena del mar o la flor azteca.
El suplicio y la tortura se transformaban ante los ojos de los crédulos en un apasionado aplauso. Pero el faquir auténtico es un místico y tiene un origen asceta. Toma los extremos de la doctrina del sufismo, misticismo musulmán que proclama y enseña el autodominio.
A diferencia del ferviente sufí, es habitual que el faquir, más inclinado a las demostraciones, se someta al sacrificio atravesándose el cuello con una aguja o duerma como un puercoespín en una cama de clavos.
Pero esto no es todo. Un faquir que se precie de tal puede someterse a otras automortificaciones, como encadenarse, colgarse cabeza abajo, comer vidrio, caminar sobre brasas, enterrarse vivo o hacerse aplastar encerrado en una caja.
Estas hazañas, obviamente, no pueden estar desprovistas de conocimientos de anatomía. Al introducirse una aguja en el cuello se debe evitar que ésta toque la arteria carótida, la laringe, la yugular, el esófago y la tráquea. Un conocimiento que no ha logrado evitar que muchos faquires hayan perdido la vida ejerciendo su arte.
Chasaman fue un peculiar faquir porteño. En 1954 estuvo en el Tibidabo, un suntuoso cabaret de la calle Corrientes, entre Talcahuano y Libertad, que fue escenario de grandes temporadas invernales de Aníbal Troilo y que cerró al año siguiente. Chasaman estuvo allí 15 días con sus noches enterrado, sin comer. Lo vieron unas 250 mil personas a un peso per cápita.
Otro personaje que ejecutó esta autotortura fue Lin Fu, que se mantuvo crucificado durante 20 días. No se trataba de un oriental, sino de un empleado ferroviario que fue obligado a suspender su hazaña para regresar al trabajo, según algunos memoriosos. En la nómina de los autoflagelantes no podría faltar Akimon, nombre artístico de Oscar Domínguez. Este personaje fue iniciado en el faquirismo por el recordado Blakaman, maestro hindú que actuó en el cabaret Casino, con sus famosas Panteras Negras. Pero Akimon traicionó la tradición flagelante y se transformó en ilusionista con el nombre de Fu Yi. Luego se hizo payaso y se llamó Kelito.
Miguel Angel Olmos era presentado como el Salvaje Blanco. En Japón, lo ataron a una bolsa de 100 kilos y, esposado, fue lanzado al agua. Nadie creyó que saldría con vida, pero cumplió la hazaña.
Para estos faquires de la fauna porteña, que solían recorrer los pueblos del interior con gran éxito, el hecho de que miles de personas los observasen ayunar en una vitrina era parte de esa experiencia de dominarse a sí mismos.
Dejaron, sí, en el imaginario de chicos y grandes la impresión de que se trataba de hombres que, más allá de los trucos, nunca tuvieron miedo a los dolores, a ser atormentados por clavos o a ser sometidos al fuego. Se los creía magos y eran también parte de la picaresca porteña. Luego de Sigmund Freud, simplemente masoquistas.



