Las señales que preferimos ignorar
MILÁN.- Después de la carnicería de Charlie Hebdo, en enero pasado, pensamos que con un paseíto de un millón de personas por los boulevares de París nos sacábamos el problema de encima. Todos juntos gritando "Je suis Charlie", y rapidito a olvidarse, o a remover la herida, o a justificar: "Ellos se la buscaron". Después, vino lo de Copenhague, cuando un comando armado atacó una conferencia sobre libertad de expresión, y ahí directamente miramos para otro lado. También hicimos como si nada cuando atacaron el Parlamento de Canadá: total, queda lejos, y Australia, también. Estado Islámico (EI) también parecía algo remotísimo.
Y ahora, el apocalipsis de anteayer, de toda esa noche. Europa está en el centro de esta guerra. Y quien lleva la batuta, esparciendo sangre, muerte y miedo, no es un simple terrorista, sino el combatiente de una guerra santa que no reconoce fronteras. El día del anuncio de la posible muerte del extremista conocido como "Jihadi John", el ejército de combatientes fundamentalistas e integristas que quieren aplastar el mundo pecaminoso y satánico de los infieles hacen blanco en una Europa hasta ese momento estable.
El centro es París. Francia es un blanco blando: allí asaltaron sinagogas y escuelas judías, allí también reclutan a militantes de una jihad global. Apenas unos meses después de la masacre de Charlie Hebdo, un nutrido grupo de escritores norteamericanos que están muy de moda, encabezados por Joyce Carol Oates, protestó contra la entrega de un premio a la libertad de expresión a la portada del semanario satírico francés. ¿El argumento? Que aquellas caricaturas eran una ofensa a la religión islámica. Tal vez no mereciesen la muerte, pero sí una sanción por abusar de su libertad. ¿Qué nos extraña entonces que los caricaturistas sobrevivientes después declaran que no piensan volver a hacer un dibujo sobre el islam nunca más en su vida?
Todos miramos para otro lado. Decapitaron a un dirigente industrial en la puerta de un establecimiento de Lyon, y dejaron la cabeza ahí, para generar terror, lo mismo que hicieron con el pobre arqueólogo que custodiaba los tesoros de Palmira. Hicimos como si nada.
Nos aterran las banderas negras del califato que flamean en la ya desintegrada Libia, a un brazo de mar de distancia de las costas italianas. Pero siempre albergamos la esperanza de que lo que ocurre en el corazón de Europa, incluso con esta catástrofe de París, no sea la señal definitiva de que el conflicto ya no tiene límites. Siempre albergamos la esperanza de que la distancia no quede anulada por la internacionalización del terror.
Y no entendemos por qué atentan contra los símbolos judíos, contra seres humanos judíos, contra lugares de culto judíos. Nos negamos a entender que para los fundamentalistas "lo judío" es el enemigo número uno, el que corrompe la pureza de la tierra sagrada del islam. Y también atentan contra símbolos cristianos. Y las salas de concierto, porque la música es pecaminosa. Y los estadios, donde permiten que las mujeres ingresen a las tribunas a cara descubierta.
Éstas no son suposiciones: lo dicen ellos mismos. Lo dicen en Francia, en Gran Bretaña, y en Dinamarca, donde arrancó todo el asunto de las caricaturas de Mahoma, cuando un dibujante fue asaltado en su casa por un grupo de hombres armados con hachas. ¿Y cuánta solidaridad recibió Salman Rushdie cuando el régimen de los ayatollahs emitió una fatwa en su contra, instando a los fervientes fieles esparcidos por el mundo a asesinar al escritor sacrílego, un blasfemo a castigar sin piedad? Hubo tiempo para entender: hubiese bastado con no hacer como si nada. Hubiese bastado con aceptar por qué atacan Londres, Amsterdam y París.
Traducción de Jaime Arrambide
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