
Un paraíso teñido por brutales guerras y conflictos nucleares
Por Narciso Binayán Carmona
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Nadie toma en serio como pueblos ni como países a los de la Polinesia. Fue así como los Estados Unidos no permitieron votar a los nativos en el referéndum que decidió hace un siglo la anexión de Hawai. El estilo tan peculiar de las sociedades isleñas incluye su aparente libertad sexual, derivada de un culto religioso a la vida y a la fecundidad y, por lo tanto, al sexo, que es su origen.
Por lo demás, una copiosa bibliografía, inspiradora de turismo, se deslumbra entre "paisajes polinesios, lagos nacarados, aldeas sumergidas entre pantanos y almendras, donde unos indígenas benévolos y coronados de flores reciben a los extranjeros, gracias a quienes es descrita toda la Polinesia".
El grave y serio Bougainville (1729-1814) se expresa de forma parecida: "Forman quizá la sociedad más feliz del globo... Siempre recordaré con delicia los fugaces instantes que pasé entre vosotros y mientras viva celebraré la verdadera utopía".
Pero, junto a esta fantasía poética de viajero extranjero, no calla la realidad cotidiana de los isleños: "Casi siempre están en guerra con los habitantes de las islas vecinas... La guerra es cruel... Matan a los hombres y a los niños apresados en el combate... Las víctimas de los sacrificios humanos son tomadas del populacho, esa clase infortunada" (citas tomadas de Jean Larteguy y Tila Bréaud, en "Tahití, la piragua y la bomba").
Malvinas y Punta Arenas
Lo que ha prevalecido y sigue prevaleciendo es, como era de esperar, la fantasía poética motorizada por la contundencia brutal del ingreso turístico.
Hay, junto a esta realidad, la política. Francia ocupó una serie de islas a partir de 1841 y en 1847 la reina Pomaré IV de Tahití aceptó el protectorado de París. En 1880, el rey Pomaré V (1877-1880) cedió sus derechos a Francia que la anexó en 1880 y la erigió en 1946 Territorio Francés de Ultramar.
Ahora, tras años de discusiones, la Polinesia francesa es teatro de una vigorosa lucha por la independencia. La superficie total de las diversas islas sumadas es mínima: 4000 kilómetros cuadrados. Pero las aguas territoriales multiplican por más de mil esa cifra exigua: cinco millones de kilómetros cuadrados.
En el origen de la Polinesia francesa hay una muy curiosa relación con nuestro país y con Chile. La ocupación de las Malvinas por Inglaterra en 1833 causó alguna preocupación en Santiago, temiendo un golpe parecido en el estrecho de Magallanes y eso se agravó con el creciente interés francés por las islas restantes y por la ocupación del estrecho, para asegurar la comunicación con ellas.
El proyecto de colonización fue presentado al gobierno del rey Luis Felipe por el almirante Dumon D´Urville y, apoyado por la prensa, entusiasmó a la Cámara de Diputados. Todo ello impulsó en Chile la urgencia por ganarle de mano y el presidente Bulnes (yerno de la tucumana Luisa Garmendia Alurralde), ordenó levantar un fuerte. Sarmiento, a su vez, lo apoyó vivamente desde El Progreso.
Un pueblo de marinos
A los dos días de instalados los chilenos llegó la fragata Phaeton, al mando del capitán L. Maissin (23 de septiembre de 1843), que izó el pabellón francés según costumbre, lo cual motivó una protesta del comandante del fuerte. Con ello termina la relación directa entre el sur del continente y la ocupación francesa en Oceanía.
No hay ya discusión sobre las capacidades marinas de los isleños de la Polinesia. Con un conocimiento acabado de la navegación; estrellas, vientos, corrientes y con sólidas y grandes canoas, recorrieron y colonizaron todas las islas habitables del pacífico.
Para la Polinesia francesa, el punto de partida fue la isla de Raiatea (el Hawai original), escala sagrada desde las situadas más al Oeste. Allí se unieron dos príncipes, Atea y Rai, de cuyos dos nombres surgió el actual. Desde Raiatea nació el culto de Oro, dios de la fertilidad y de la guerra, que desplazó en la veneración popular al dios creador Taaroa. Raiatea tenía dos famosos marae (templos) donde se hacían sacrificios humanos a aquella deidad.
Bora Bora y Huahine, ambas pobladas en el siglo IX, fueron otros centros cargados de historia e incluso, a largo plazo, más que Tahití. La población llegó allí quizás en el siglo V, tal vez antes, cada isla con su orgullosa sucesión de reyes sagrados, descendientes de los dioses, todos emparentados en aquel origen celeste y unidos tanto por matrimonios dinásticos como por cruentas guerras, en una sucesión de siglos en que el ingenuo romanticismo pintado por los europeos no encaja para nada.
La rivalidad entre los misioneros protestantes y católicos marcó los comienzos de la evangelización y una vez anexadas las islas, comenzó la resistencia. La reina Teriimaevarua II (muerta en 1932) se opuso a los franceses en Bora Bora y fue desterrada (1888). La misma suerte corrió el jefe Teraupo, que encabezó la lucha en Raiatea, detenido en 1897 y desterrado hasta 1905
Lucha de la independencia
La Oceanía francesa tiene sobre, por ejemplo, Hawai y Nueva Zelanda, la gran ventaja de que la mayoría de la población es polinesia (120.000 sobre 220.000). La lucha por la independencia nació modernamente con Puovanaa Oopa (1895-1977), considerado "padre espiritual" del nacionalismo, diputado (1949) y senador, detenido en Francia en 1958. Pasó 15 años en exilio forzoso.
El dirigente nacionalista actual es Oscar Temaru, alcalde de Faaa y presidente del Frente de Liberación de Polinesia (Tavini, 11 diputados sobre 41). Calcula que si un partido se une con otro grupo nacionalista (se negocia), llegarían a reunir a la mitad del electorado.
Temaru piensa que la independencia debería plantearse en las elecciones del 2001. La defensa del idioma, en la escuela, la radio y la TV, es uno de sus bastiones.
Otro -ganado- ha sido el forzar a París (es decir, a Chirac) a que deje de utilizar la Polinesia para los ensayos nucleares franceses.
La indignación que las pruebas en el atolón de Mururoa (1995/6) provocaron entre los habitantes jugó mucho a favor del movimiento patriota.
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