Una herida que aún no marca el final del trumpismo
Al final, Estados Unidos le dijo basta a Donald Trump. Lo despidió. Sin cautivar, avejentado y con una mochila de gaffes sobre su espalda, Joe Biden cumplió con la misión que le encomendaron, con más votos que nadie en la historia, incluido su antiguo jefe, Barack Obama.
Ese monumental respaldo a un candidato de 77 años con medio siglo en política y que ya había buscado la presidencia dos veces solo se entiende por la premura de medio país de deshacerse de Trump. Pero ese rechazo, sin embargo, quedó lejos del repudio. Trump perdió, pero el trumpismo, no: Trump se va, también, con más votos que Obama.
Biden cumplió al pie de la letra la tarea para la cual los demócratas lo sacaron del retiro: ganar las elecciones, recuperar la Casa Blanca, y, en su visión, salvar la democracia. Era lo único que le pedía medio Estados Unidos: que fuera un antídoto contra Trump. Poco importaron su falta de entusiasmo, la ambigüedad en su mensaje, su edad o sus deslices en la campaña. Los demócratas vieron a un candidato potable que podía estar a la altura del momento, y la elección les dio la razón.
Sin arrasar, Biden logró reconstruir el "muro azul" en Pensilvania, Wisconsin y Michigan que le costó la presidencia a Hillary Clinton, y dejó a los demócratas traumatizados durante cuatro años. Biden ganó a pesar de que tuvo un respaldo inferior entre latinos y afroamericanos, que compensó con un mayor apoyo entre los hombres, los jóvenes y los ancianos. Perdió –y por mucho– en Florida, a diferencia de Obama, pero expandió el mapa de los demócratas en Arizona y Georgia, dos bastiones republicanos.
La pandemia del coronavirus cambió todo. A Biden le alcanzó con plantear la elección como un referéndum a Trump. Durante la campaña, pasó mucho más tiempo criticando al magnate que explicando qué haría durante su presidencia. El estilo incendiario de Trump –sus tuits, sus ataques, sus mentiras–, la huella de una presidencia caótica y su muy criticada gestión de la pandemia, que arrojó al país a su peor crisis en más de un siglo, fueron intolerables para un electorado demócrata que salió como nunca antes a negarle un segundo mandato y devolverle al país un gobierno "normal". Pero, pese a esa derrota, Trump fue reivindicado por un dato: consiguió siete millones de votos más que hace cuatro años, y más que Obama en 2008 o 2012, y Hillary Clinton en 2016. El escrutinio apuntaba a darle a Biden la misma cantidad de votos electorales que Trump consiguió hace cuatro años.
Con ese balance, Biden quedó ante un desafío hercúleo: unir al país luego de una elección tóxica, dominada por la grieta y contaminada por denuncias de fraude, en la cual dos países jugaron a fondo para impedir que "el otro lado" se quedara con el poder. Medio país cree que Biden carece de la fortaleza para tomar el timón de Estados Unidos, y lo ven como un caballo de Troya de la "izquierda radical" demócrata. A eso se suma que, tras el rechazo de Trump a reconocer su derrota, ese país muy probablemente jamás acepte su victoria.
La prioridad de Biden será contener la pandemia y sacar al país de la crisis económica. Sin caer en la pesadilla que habita en la mente de muchos republicanos, que creen que el país será arrastrado al socialismo, Biden imprimirá un giro a la izquierda, y retomará la agenda progresista de Obama apenas pise la Casa Blanca. Pero su margen de maniobra dependerá de lo que ocurra en el Senado. La mayoría de la Cámara alta se definirá en una segunda vuelta por dos bancas en Georgia, devenido en el próximo campo de batalla. Algunos de los proyectos más controvertidos del ala radical de su partido, como la ampliación de la Corte Suprema de Justicia, quedarán seguramente cajoneados.
Consensos
Para gobernar, Biden deberá enhebrar consensos buscando un delicado equilibrio entre las exigencias de la izquierda de su partido, con Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez al frente, los republicanos y el trumpismo duro. Es una misión poco menos que imposible, pero para la cual Biden cuenta con casi medio siglo de experiencia tejiendo acuerdos en Washington.
La victoria de Biden convirtió a Trump en lo que más detesta: un perdedor. Pero Trump desconoció su derrota y fue a golpear la puerta de la Justicia en un último intento por cambiar la historia. Por ahora, nada indica que esa estrategia tendrá éxito. Si los tribunales le dan la espalda, y todo sigue igual, Trump dejará el poder.
En Estados Unidos, los presidentes suelen guardarse bajo un cono del silencio cuando abandonan la Casa Blanca. Es una de las tradiciones políticas del país. Pero Trump nunca siguió las tradiciones. Es casi imposible imaginar que después de ser el protagonista estelar del país durante cinco años y de concentrar la atención del mundo ahora decida dar un paso al costado. Trump tampoco le dará la espalda a la coalición de votantes con la que tejió un idilio inquebrantable durante estos años. Es, quizá, la gran duda que abre su derrota: ¿qué hará ahora Donald Trump?