Análisis profundo acerca del fenómeno de las biopics sobre las estrellas del rock
El suceso de Bohemian Rhapsody y, ahora, de Rocketman lleva a profundizar sobre una moda que no comenzó ahora y hace de la estética bastarda del rock no solo un contenido, sino también una forma
A pesar de que tuvo una muy tibia recepción por parte de la crítica, de que el director Bryan Singer fue despedido en la mitad del rodaje por su mal desempeño y de que hasta se crearon parodias de su desconcertante montaje, Bohemian Rhapsody se convirtió en la biopic más exitosa de la historia: recaudó más de 900 millones de dólares en todo el mundo y consiguió cuatro premios Oscar, incluido el de mejor actor para Rami Malek, a pesar de que su retrato de Freddie Mercury fue cuestionado no solo desde el punto de vista actoral, sino también desde el odontológico.
Con esa cifra de taquilla, estaba claro que, más rápido de lo que Freddie podía decir "bismillah", aparecería un film equivalente que intentaría lograr lo mismo por la misma vía. Rocketman es la biografía de Elton John, gay renuente que luego acepta su sexualidad, y autor de una docena de éxitos. Si hacen falta más similitudes, se puede agregar que las dos películas están dirigidas por la misma persona, Dexter Fletcher, que se había hecho cargo de la biografía de Mercury tras el despido de Singer.
El suceso de Bohemian Rhapsody renovó el impulso del rubro, al punto de que, aun descontando el film de Elton John, estamos en medio de una avalancha de biografías rockeras, tanto en la variante de ficción basada en personas reales (The Dirt, sobre Mötley Crüe; England is Mine, sobre Morrissey; Blaze, sobre el músico country Blaze Fowley) como imaginarias (Nace una estrella, Vox Lux, Her Smell). Aunque es indudable la voluntad de capitalizar una tendencia, también es cierto que la biografía del rock excede este éxito contingente y lleva ya cinco décadas de historia sostenidas por el interés del público. La película acerca del rock & roll existe desde la década del 50 y fue, en parte, responsable de la invención de la noción moderna del teenager (y de su construcción como un nicho de mercado), con el improbable Bill Halley como uno de los primeros ídolos de los adolescentes rebeldes.
La biografía de la estrella de rock, sin embargo, es muy posterior. Aunque Halley y luego Elvis o los Beatles se convirtieron en estrellas de cine en los años 50 y 60, jamás una ficción los había tenido como objeto hasta los 70. The Buddy Holly Story (1978), protagonizada por Gary Busey y ganadora de un Oscar a la mejor banda sonora, acaso sea la primera biopic sobre una figura del rock. La película narra el ascenso del adolescente Holly desde Lubbock, Texas, hacia la fama nacional y concluye con su último concierto, la noche previa al accidente de avión que truncó su vida a los 22 años. Poco después, John Carpenter, recién salido del éxito de Halloween, dirigió el telefilm Elvis (1979), un relato honesto sobre la vida del Rey, que no soslaya los aspectos oscuros, con una muy buena interpretación protagónica de Kurt Russell, exídolo de Disney.
Estas primeras películas diagraman una de las estructuras más tradicionales de la biopic rockera: son cuentos morales realistas que caracterizan el ascenso al éxito como una veloz cuenta regresiva hacia la muerte. El mismo mapa narrativo, aunque ya más alejado del realismo, es seguido, entre muchas otras, por la excelente Sid and Nancy (1986), dirigida por Alex Cox, padrino del punk cinematográfico, sobre el romance entre el bajista de los Sex Pistols y la groupie norteamericana. Representar el desasosiego de una generación de jóvenes británicos o por Control (2007), dirigida por Anton Corbijn: la historia de Ian Curtis, líder de Joy Division, registrada en un desolado blanco y negro que remite tanto a las fotografías que hicieron famoso a su realizador como al sentimiento dominante en los desindustrializados suburbios de Manchester.
¿Qué nos fascina de las biopics? Acaso sea la posibilidad de experimentar de un modo nuevo la música o la performance de un artista del que ya agotamos todo lo que nos gusta o, quizá, la sensación reconfortante de ser parte de una comunidad con elecciones estéticas similares a las propias. Pero así como resaltan un gusto en común, las biopics también suelen tener algo para disgustar a cada espectador, dado que existe un mundo de referencia con el que compararlas: desde el punto de vista de los fans, o bien no son lo suficientemente fieles a la historia oficial o solo cuentan la historia oficial y no los sórdidos y míticos secretos que los iniciados esperan; tienen demasiada historia y poca música o todo lo contrario; el protagonista es apenas un imitador sin carácter propio o no se parece lo suficiente al ídolo. Narrativamente, suelen quedar atrapadas en la fórmula definida por la trayectoria que va del rápido o postergado ascenso a la inevitable caída y luego a la reivindicación o la muerte, al punto de que por más singulares que hayan sido los eventos de las vidas de las estrellas, en sus biografías más convencionales todas parecen más o menos la misma.
Por lo general, las biopics más logradas no son las que intentan condensar una vida en dos horas apoyadas en la autenticidad de la representación, sino aquellas que no tienen problema en desoír los hechos comprobados, pero no para hacerlos encajar mejor en la estructura dramática, sino para construir una idea acerca de su objeto. El crítico cultural Raymond Williams llamaba "estructura del sentimiento" a algo casi intangible que reflejaba el estado de ánimo de la sociedad durante un determinado período histórico, manifestado especialmente en expresiones artísticas. Las mejores biopics rockeras utilizan las herramientas de la imaginación visual para captar la estructura del sentimiento que hizo posible la obra y el triunfo de su protagonista.
24 Hour Party People (2002), de Michael Winterbottom, cuenta la historia del manager, productor, presentador televisivo y svengali Tony Wilson y su sello discográfico Factory Records, que grabó a los mejores grupos del pospunk británico. En una de las primeras escenas, Tony (Steve Coogan) encuentra a su mujer teniendo relaciones sexuales en un baño con Howard Devoto (Martin Hancock), líder de Magazine; sin perder la compostura (se trata de una venganza dado que él mismo acaba de ser descubierto con una groupie), le pide las llaves de su auto y sale. Acto seguido, un ordenanza del baño, interpretado por el verdadero Howard Devoto, mira a la cámara y dice "definitivamente no recuerdo que esto haya sucedido". La voz en off de Wilson explica: "En esto estoy de acuerdo con John Ford: si debo elegir entre la verdad y la leyenda, me quedo con la leyenda". Claramente, esta es la aproximación de una película que elige representar el espíritu de su era, antes que su historia comprobada. Una precursora de esta idea (y también de la biopic rockera en general) es la insólita Lisztomania (1975), de Ken Russell, que encara la vida del compositor húngaro Franz Liszt como si hubiera sido la primera estrella de rock. Liszt es interpretado por Roger Daltrey, de los Who, rodeado de groupies como George Sand o Lola Montes, que chillan histéricamente ante sus performances, en medio de enormes símbolos fálicos y referencias al nazismo. Ringo Starr encarna al papa y Rick Wakeman, que también hace la banda sonora, al dios nórdico Thor. Aún más lejos, no en demencia, pero sí en originalidad, llega el realizador Todd Haynes, que en su no muy extensa filmografía tiene tres biopics rockeras, todas realizadas sin la autorización de los músicos. La más desconocida y acaso más polémica haya sido la primera, Superstar, the Karen Carpenter Story (1987), que cuenta algunas escenas de la vida y la muerte por anorexia, a los 32 años de la cantante de los Carpenters. Aquello que separa esta película de otros docudramas lacrimógenos es que está representada íntegramente con muñecas Barbie. Velvet Goldmine (1998), titulada como una cara B de David Bowie, es un acercamiento al mundo de este músico, pero sin usar su nombre, ni nada específico que remita a su persona, ni ninguna de sus canciones (había una expresa prohibición legal). Todas estas limitaciones construyen la mayor virtud del film: es una fantasía, un conjunto de citas y referencias culturales acerca de Bowie que caracterizan y definen a este músico mejor que cualquier documental. Todo está aquí: la simbiosis con Iggy Pop, la influencia de la novela 1984, el polari (argot gay del mundo de la comedia musical), la idea de la identidad como una construcción. La película es tanto una biografía à clef como un ensayo sobre Bowie.
El mismo tratamiento recibió Bob Dylan en I'm not There (2007), en el que seis actores diferentes, incluidos uno negro (Marcus Carl Franklin) y una mujer (Cate Blanchett), interpretan a Dylan en distintos momentos de su vida. Combina múltiples estilos que van del cinema verité de D. A. Pennebaker a citas de 8 ½, de Fellini para construir un pastiche inimitable sobre los años 60. Es biografía y ensayo, más alusión que imitación, más clima de época que referencia histórica precisa. Estas películas hacen de la estética bastarda del rock no solo un contenido, sino también una forma. No hay mejor vehículo para representarlo fielmente que traicionarlo de este modo.
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