
Adiós a Verneuil, artesano del cine
Dirigió decenas de películas y fue quien lanzó definitivamente a la fama a Belmondo
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Henri Verneuil soñaba con transformar dos libros en “films apasionantes”: la tabla de multiplicar y la guía telefónica. Quería superar la prueba máxima para asegurar definitivamente a propios y extraños que su mejor cualidad como cineasta era ser reconocido como un buen contador de historias.
No pudo concretar ese anhelo casi imposible, pero en cambio supo gozar en vida del reconocimiento de la comunidad cinematográfica como un artesano prolijo y eficaz, que sabía dosificar la acción, el entretenimiento y el humor al servicio de un cine de gran impacto popular.
Dueño de esta rara habilidad, se jactaba de ser uno de los cineastas predilectos de los productores: su trabajo garantizaba, en las boleterías, la recuperación de todo lo invertido. Y para ratificarlo está el mismísimo Jean-Paul Belmondo, que de la mano de Verneuil y gracias a films como “El perseguidor implacable” y “Los buitres” se convirtió, entre 1975 y 1985, en el héroe imbatible y favorito del público francés.
En 1980, Verneuil era considerado el único director de cine francés capaz de rivalizar con los norteamericanos en el uso de la acción como ingrediente básico de un film, y podía filmar con la misma eficacia en dos continentes. Pero este reconocimiento, alcanzado sobre las postrimerías de su extensa y prolífica carrera, fue muy diferente del de sus comienzos, cuando comenzó a ganarse un lugar yendo del drama a la comedia.
Había nacido con el nombre de Achod Malakian el 15 de octubre de 1920, en Rodosto (Turquía), lugar que dejó muy pronto con su familia debido a las persecuciones étnicas contra los armenios que por entonces vivían allí. La memoria y el recuerdo de ese drama acompañaron a Verneuil durante toda su vida. Su última película (“Mayrig”, 1992) es la transcripción fílmica de sus recuerdos de infancia a partir del título, que en lengua armenia significa mamá.
El futuro cineasta se estableció y creció en Marsella. Estudió ingeniería y trabajó en radio y en medios gráficos hasta iniciarse en el cine, a los 26 años, como ayudante de Robert Vernay. Rodó su primera película (“La table aux creves”, 1952) al servicio del popularísimo Fernandel, con quien luego realizó “Maridos engañados”, “Los quíntuples” y “El enemigo público número 1”.
Títulos como “Pasión y codicia”, “Paris Palace Hotel” (en el que tuvo un breve papel la argentina Tilda Thamar), “Tú y yo... esta noche” y “Se le soltaron los leones” iban de la comedia y la sátira al drama sentimental y acrecentaron rápidamente el prestigio de Verneuil.
Hasta que el primer encuentro con Belmondo, en 1964, para el rodaje de “Codicia bajo el sol”, comenzó a forjar el perfil que desde allí jamás abandonaría: el del artesano de pulso firme y trazo vigoroso para el retrato de personajes en acción.
Verneuil siempre supo elegir a los protagonistas de sus historias entre los hombres duros de la pantalla. Hizo algunos de sus trabajos más recordados con Belmondo, con Jean Gabin (¿quién no recuerda “El clan siciliano”?) y con Anthony Quinn, protagonista de un film (“Los cañones de San Sebastián”) que le abrió, además, la posibilidad de empezar a filmar en inglés, con elencos internacionales y presupuestos de superproducción.
Quinn también fue el notable protagonista de “La hora 25”, lograda adaptación de la famosa novela de C. Virgil Gheorghiu y, al mismo tiempo, tal vez la película de más alto vuelo de la carrera de Verneuil, que apostó de allí en más al camino seguro en vez de ensayar búsquedas más personales.
Pero Verneuil estaba plenamente convencido de su función como director. No desdeñaba el “mensaje”, pero prefería pasarlo siempre a través del entretenimiento y la distracción, como en “I como Icaro” (1979). “No existen formas vergonzosas en el cine. Todos los estilos tienen derecho a existir. Lo cierto es que se deben hacer películas buenas y que gusten al público. El único defecto de una película es ser mala”, decía. Ese era su evangelio cinematográfico, y a nadie defraudó.






