Cotton Club: un asesinato que generó conmoción, la degradación de Francis Ford Coppola y el hallazgo que dio paso a la revancha
El film de 1984, protagonizado por Richard Gere, Gregory Hines y Diane Lane, tuvo una catastrófica producción y un montaje que dejó muy poco satisfecho a su renombrado director
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Los primeros años de la década del 80 fueron un tiempo de revisionismo y puesta a punto para la carrera de Francis Ford Coppola. Luego de la gloria alcanzada en los 70 con El padrino (1972) y El padrino II (1974), y la Palma de Oro en Cannes por la epopeya de Apocalipsis Now (1979), la aventura de Golpe al corazón (1982) dejó malherida a la empresa American Zoetrope y al director al borde de la bancarrota. Una apuesta megalómana, una experiencia tecnológica arriesgada y una mirada anacrónica sobre un género que vivía su crepúsculo hicieron del musical con Frederic Forrest y Teri Garr la confirmación de que el esplendor del Nuevo Hollywood había llegado a su fin. Entonces Coppola hizo las cuentas y emprendió un díptico de películas inspiradas en la literatura de S. E. Hinton que le permitieron reconectarse con el público joven: Los marginados y La ley de la calle, ambas de 1983, fueron el síntoma de la recuperación del ánimo, del cine, de la esencia de uno de los grandes nombres que había alumbrado Hollywood en los últimos tiempos. Ahora había que pensar cómo seguir.
La liquidación de los estudios Zoetrope para saldar deudas y su imperiosa necesidad de seguir activo para mantener en pie los retazos de aquel imperio lo condujeron al encuentro con Robert Evans, el célebre productor de El padrino que había impulsado su carrera hacia más de una década. Luego de sus años en la Paramount -sello bajo el cual produjo desde Love Story (1970), con su ex esposa Ali McGraw, hasta Barrio chino (1974), la incursión en el neo noir de Roman Polanski-, Evans se había independizado y en 1981 adquirió por 350 mil dólares los derechos de The Cotton Club, un libro ilustrado de Jim Haskins acerca del célebre club de jazz situado en el corazón del Harlem. The Cotton Club fue fundado en 1923 por orden delegada del gángster Owney Madden mientras cumplía condena en Sing Sing y se convirtió en un reducto exclusivo para las grandes estrellas negras de la canción que actuaban para un público de élite blanco. Su cierre definitivo llegó en 1935, apenas unos años después de la derogación de la Ley Seca y el inicio de las políticas del New Deal de la administración de Franklin D. Roosevelt.
Como cuenta Esteve Riambau en su libro Francis Ford Coppola de editorial Cátedra, “en consonancia con el tema de un film que refleja la época dorada del gangsterismo, el traficante de armas saudí Adnan Khashoggi aportó la primera inversión económica para un guion que, naturalmente, fue encargado a Mario Puzo”. Puzo, célebre por el novelón que dio origen a la saga de El padrino, se había convertido en el referente cinematográfico de la mafia, en un especialista en toda la mitología alrededor del crimen organizado. Inicialmente el director que tenía en mente Evans era Robert Altman, quien tiempo después incursionaría en la relación entre el jazz, la colectividad negra y el hampa en Kansas City (1996), y los actores que sonaban para interpretar al trompetista Dixie Dwyer eran Al Pacino y Sylvester Stallone. Pero las reservas de Khashoggi con la adaptación de Puzo y los problemas de adicciones de Evans demoraron la concreción del proyecto hasta el providencial reencuentro con Coppola.
Los nuevos productores y el crimen organizado
Corrido el problemático Khashoggi de la escena debido a sus exigencias, Evans consiguió una nueva fuente de financiamiento de la mano de Jerry Buss, propietario entonces del equipo de básquet Los Ángeles Lakers, quien lo contactó con unos empresarios libaneses, los hermanos Ed y Fred Doumani, dueños de hoteles y un casino en Las Vegas. Evans fantaseaba con convertir a Cotton Club en su opera prima como director mientras sumaba a la Paramount como socia y convencía a Richard Gere de convertirse en el protagonista de la historia. Sin embargo, esta vez el guion no convencía ni a los hermanos Doumani ni a los directivos de la Paramount, y fue entonces cuando Evans contactó a Coppola, inicialmente ofreciéndole medio millón de dólares como guionista y luego abriéndole las puertas como director.
Mientras Coppola reescribía el guion en colaboración con el novelista William Kennedy -ganador en ese 1983 del premio Pullitzer por Tallo de hierro- y el asesoramiento de la actriz negra Marilyn Matthews -quien inicialmente contribuyó a dar mayor protagonismo a la lucha por los derechos civiles y a cierta atmósfera del Harlem, aunque luego ese desvío fue desestimado en virtud de una inclinación más evidente hacia el cine de gángsters-, Evans elevaba el presupuesto de preproducción a 140 mil dólares semanales y encargaba a Richard Sylbert la construcción de los decorados en los estudios Astoria de Nueva York.
La necesidad de cubrir los gastos de la costosa producción exigieron la incorporación de dos nuevos productores: Victor Sayyah, un empresario del petróleo, y Roy Radin, un joven productor de espectáculos de música y variedades. La figura de Radin terminó impregnando a Cotton Club de su primera controversia. Exitoso como productor de vodeviles y musicales vintage, con solo 33 años Radin se obsesionó con el cine y quiso ingresar a Hollywood a toda costa. Sin embargo, su mala fama lo hacía un indeseable para la industria, ya que en 1980 había sido acusado por la actriz Melonie Haller de secuestro y golpiza durante una fiesta, de posteriores amenazas, posesión de LSD, cocaína y armas. Gracias a sus abogados y una multa de mil dólares quedó en libertad condicional por tres años. Su acercamiento con Evans llegó a través de Karen Greenberger, extraficante de drogas también conocida como Lanie Jacobs, y el ofrecimiento consistió en formar una compañía de producción en sociedad, en la que Evans y Radin tendrían cada uno el 45 por ciento y el restante 10 se ofrecería a otros inversores. La propia Greenberger quiso participar pero fue excluida. Días después de esas negociaciones, una reunión en Napa Valley entre todos los productores junto con Evans, Coppola y Richard Gere daba luz verde a la realización de la película.
Sin embargo, el 13 de mayo de 1983 Radin desapareció camino a una conferencia en Beverly Hills. Sus restos fueron encontrados semanas después a unos 100 kilómetros al norte de Los Ángeles por un apicultor. Años más tarde el sicario William Mentzer fue una de las cuatro personas sentenciadas por el crimen de Radin, acusado de disparar cuatro balas en el cráneo del productor y quemar el cuerpo con dinamita para obstaculizar su identificación. En el juicio, Karen Greenberger fue declarada culpable por instigar el asesinato y se estableció que su participación estuvo motivada por haber sido excluida del papel de productora en la película Cotton Club.
El propio Robert Evans fue interrogado durante la investigación ya que dos testigos dijeron a la policía que estuvo involucrado en la planificación del crimen. Sin embargo, el productor invocó su derecho no autoincriminarse para esquivar su vínculo con Radin y finalmente Greenberger testificó que él no había estado involucrado en el caso que la prensa bautizó como “El asesinato del Cotton Club”. En 1983 el misterio del crimen de Radin estaba lejos de dilucidarse y entonces la gestación de la película pudo sortear sus coletazos y enfrentar los problemas más serios que vendrían.
Arranca el rodaje
Fruto del trabajo con William Kennedy, Coppola generó varias versiones del guion. En todas se afirmaba el estado de opresión de los artistas negros bajo las normas racistas del Cotton Club. Esa tensión racial se complementaba con el enfrentamiento entre el trompetista Dixie Dwyer, interpretado por Gere, y el gángster Dutch Schultz, a cargo de James Remar, por el amor de Vera Cicero, personaje para el que Coppola eligió a Diane Lane, actriz con la que ya había trabajado en Los marginados y La ley de la calle. Como entramado de esa disputa, más allá de lo indicado en el guion, Coppola vislumbraba cierto eco de su propia servidumbre a una mesa de productores encabezada por Evans, con la que a menudo disentía. Como señala el diseñador de arte Richard Sylbert, “hay algo en la historia que parece aludir al propio Coppola, el antiguo magnate ahora reducido a ser un esclavo a sueldo, a un director de alquiler”. Si bien el contrato le garantizaba un sueldo de dos millones de dólares y un porcentaje de las ganancias, Coppola estaba al frente de un proyecto ajeno. Por ello la clave estaba en eludir la supervisión de los libaneses, esquivando a su delegado en el set, el productor de películas clase B Sylvio Tabet, y en sortear los pedidos de Evans para ver el material filmado en el día.
El rodaje se extendió a lo largo de cuatro meses, desde el 22 de agosto hasta el 23 de diciembre de 1983. Durante ese lapso, más de la mitad de los decorados fueron desechados porque no conformaban al director, también se sustituyó al coreógrafo previsto por Evans por Michael Smuin, quien había coreografiado las peleas de las pandillas en La ley de la calle, y Coppola paralizó la filmación por varios días en protesta por no haber cobrado su salario. Por entonces el presupuesto ya ascendía a 47 millones de dólares, ocho veces superior al de El padrino. Como Evans seguía desesperado buscando dinero para cubrir gastos llegó a filmar un comercial de cosméticos para pagar la tarjeta de crédito que le había sido cancelada. En una carta enviada a Coppola en octubre de 1984, su antiguo jefe dejó entrever los reclamos por la disparada de costos de la producción: “Hace muchos años Moss Hart me dijo que las relaciones en nuestro negocio están construidas sobre emociones personales tan extrañas que adquieren tres vertientes: tu opinión, la mía, y la verdad”.
Cotton Club buscaba conjugar la trayectoria de un grupo de personajes de ficción bajo un trasfondo real que aparece reforzado por la inclusión de celebridades reales como Charles Chaplin o Gloria Swanson, gángsters como Lucky Luciano, y el famoso dueño del club Owney Madden, interpretado por Bob Hoskins. Sin embargo, Coppola decidió concentrarse en el espacio del Cotton Club como escenario y en el interregno que va desde 1928 a 1932, sugerido a través de las noticias de los diarios y algunos hitos históricos del lugar como la presencia de Duke Ellington como director de la orquesta (quien luego fue sustituido por Cab Calloway). Sobre ese tapiz, Coppola equilibra las relaciones de Dixie Dwyer y su hermano Vincent -interpretado por otro asiduo al ecosistema coppoliano como Nicolas Cage- con Schultz , los amores clandestinos con Vera y la disputa del gángster y sus enemigos, al mismo tiempo que suma otra pareja de hermanos, los bailares negros interpretados por Gregory y Maurice Hines, quienes encarnan la vertiente más comprometida del guion con el trasfondo racial de la época. Ese equilibrio entre múltiples ángulos temáticos -los años locos, el gangsterismo, el jazz, los conflictos raciales- hicieron que el material filmado por el famoso director se hiciera complejo de cohesionar en la instancia de montaje.
La compleja posproducción
En una entrevista con Michel Ciment para Positif, Coppola aseguró que “los veinte minutos que fueron cortados de la película incluían coreografías que hacían de Cotton Club una comedia musical sobre el show business original y arriesgada”. Sin embargo, los directivos de Orion Pictures que, a instancias de Evans, habían adelantado 15 millones de dólares por derechos de distribución, juzgaron el metraje sobrecargado de escenas musicales y exigieron sustituirlo por 11 minutos de situaciones que desarrollaran la trama de manera más explícita. Coppola consiguió preservar la escena de montaje que equipara el baile de claqué de los hermanos Hines con el concierto de ametralladoras -idea que recupera al montaje del bautismo de El padrino- como epicentro de su concepción operística del cine. Las ideas más radicales de Coppola, como va a seguir pasando en los años 80 debido a las restricciones por parte de los productores, se chocan a menudo con las convenciones genéricas que supone hacer cine en el corazón de una industria como Hollywood.
Otro elemento que distinguió a Cotton Club de la onda retro que había forjado el director junto a Evans en los 70, fue el interés por el cine electrónico, que se hizo evidente desde Golpe al corazón, y que aquí se vislumbra en la escena de amor entre Richard Gere y Diane Lane, filmada entre cortinas que actúan como filtros irreales (algo que va a retomar de manera más lograda en Drácula). Ese pulso de abstracción juega en contra de las exigencias de una mega-producción de época como la que había imaginado inicialmente Evans. De hecho, en 2015 Coppola recuperó una versión en Betamax del metraje original de la película, que incluía los minutos arrebatados por Evans y Orion. Remasterizó con su propio dinero el material y en 2017 estrenó una versión de 139 minutos titulada The Cotton Club: Encore como programa especial en el Festival de Telluride. Lo que logró esta vez, en sintonía con otras reediciones de su viejo material como fueron Apocalipsis Now Redux y la reciente El padrino III Coda: La muerte de Michael Corleone, es profundizar en el desarrollo de los personajes -sobre todo los afroamericanos- y respetar la concepción musical de la película que en su momento quedó desdibujada por el aura criminal.
Ver hoy la nueva versión de Cotton Club, más allá de la problemática producción y las acusaciones de asesinato que involucraron a Evans y sus productores, permite vislumbrar el ojo del director para el hallazgo de algo nuevo. Aún bajo las coordenadas del cine vintage que inundó Hollywood en los 70 y 80, y que al mismo Coppola había beneficiado en su concepción idealizada de la Mafia tras el éxito de El padrino, estaba presente la revelación de lo nuevo, aquello que la puesta electrónica de Golpe al corazón había insinuado y que los musicales de los hermanos Hines, la aparición de Gwen Verdon como la madre de Dixie y la versión de Lila Rose de la canción “Stormy Weather” demuestran esta vez con creces. Escenas inolvidables que vuelven a aparecer en toda su dimensión.
Siempre se dijo que Cotton Club había sido un fracaso por su catastrófica producción, y sobre todo porque los números que podían ser buenos con costos más adecuados -hizo 30 millones de dólares en 782 cines en Estados Unidos y más 40 millones en otros países- resultaron un fiasco para un costo de producción tan elevado. La revancha de Coppola supuso desenterrar su propia versión de la película y mostrar ese esplendor musical que los escándalos y las intromisiones de sus productores le habían arrebatado.
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