El film que convirtió al director en un realizador “casi de la vanguardia europea”, a ojos de los productores de Hollywood, fue posible gracias a una inteligente estrategia económica y a su elenco de jóvenes prodigiosos y bellos, que convirtieron el relato en un cuento perfecto de desencanto e inolvidable melancolía; en su momento esta producción pasó sin pena ni gloria
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La década de los 80 fue un tiempo de supervivencia para Francis Ford Coppola. Su gloria después de El padrino y su secuela, la coronación como el rey del Nuevo Hollywood y su autoproclamado título de protector de varios de los jóvenes que siguieron la estela de su renovación, como George Lucas o el propio Martin Scorsese, comenzaban a extinguirse. Lo que dominaba en las noticias era el estrepitoso fracaso de su apuesta al musical con Golpe al corazón (1981) y las deudas que hundían a su productora, Zoetrope, dejándola en la cornisa de la bancarrota. Pero Coppola no iba a quedarse quieto, tenía ideas y coraje para seguir filmando. Mientras terminaba el montaje de Golpe al corazón había recibido una carta de estudiantes de cine que le recomendaban otra novela de S. E. Hinton, autora de El corcel negro, película que Coppola produjo en 1979. El título era Los marginados, escrita en 1967 cuando Hinton tenía apenas 15 años. El eje era el enfrentamiento entre dos bandas juveniles de distintas clases sociales, pero el corazón del relato se centraba en la experiencia de tres hermanos que intentaban sobrevivir a la muerte de sus padres.
Los marginados (1983) fue una película austera y efectiva para la economía del director en esos años y con ella consiguió un éxito inesperado y un nuevo público, quizás reacio a los temas más adultos que habían aparecido en su obra anterior, desde la paranoia de La conversación (1974) hasta la reflexión sobre Vietnam en Apocalypse Now (1979). Además filmada en siete semanas en Tulsa, la ciudad natal de la novelista, contó con algunos de sus veteranos colaboradores, todavía leales porque la bancarrota de Zoetrope no se había declarado –casi el mismo equipo de Golpe al corazón, salvo Vittorio Storaro que fue reemplazado por Stephen H. Burum-, y con un elenco de jóvenes actores. Matt Dillon y Emilio Estevez llegaron por sus respectivos papeles en Tex (1982), de Tim Hunter, basada en otra novela de Hinton, y C. Thomas Howell había aparecido en un pequeño rol en E.T. de su amigo Steven Spielberg. Además se sumaron Tom Cruise, Patrick Swayze, Rob Lowe, Ralph Macchio y Diane Lane, todos futuras estrellas de la nacida década.
Estrategia económica
Durante ese rodaje, concentrado en un colegio abandonado en el que Coppola instaló los medios para su “cine electrónico”, que había probado en el musical con Teri Garr y Frederic Forrest –y que sería un prototipo del formato digital que evolucionaría en los 90-, Matt Dillon le sugirió adaptar como próxima película otra de las novelas de Hinton sobre rebeldes sin causa. La ley de la calle –cuyo título original es Rumble Fish- fue entonces concebida casi al mismo tiempo que Los marginados como estrategia para amortizar las instalaciones del rodaje en una clara operación típica de Roger Corman y la American International Pictures, donde Coppola había hecho sus primeras armas como director. Producciones austeras y rentables, filmadas en pocos días y con elencos similares y espíritus lindantes. De alguna manera, La ley de la calle, cuyo rodaje comenzó el 12 de julio de 1982 en la misma ciudad de Tulsa, apenas cuatro meses después de concluida su antecesora, fue una forma de continuación de ese universo pero con una mirada diferente, más cercana al cine y a su impronta de invención.
La novela Rumble Fish, publicada en 1969, también narraba una historia juvenil sobre bandas que se enfrentan y jóvenes que buscan identidad y redención. Para el reparto, Coppola contó con Dillon y Diane Lane, traídos de Los marginados, a los que se sumaron el músico Tom Waits –quien había estado en Los marginados pero antes tuvo un cameo en Golpe al corazón-, Denis Hopper –con apariciones claves en Apocalypse Now y en varias películas del Nuevo Hollywood, además de en El amigo americano (1977) de Win Wenders, director alemán al que Coppola le produjo Hammett (1982)-, Laurence Fishburne –también de Apocalypse Now -, su sobrino Nicolas Cage y su hija Sofía como la hermana menor del protagonista. Sin embargo, la verdadera estrella de la película sería Mickey Rourke siguiendo el arquetipo que Marlon Brando había definido en los años 50 sobre la rebeldía varonil en pantalla. Como en Los marginados, más allá de las peleas callejeras y la inspiración en películas como El salvaje (1953), Rebelde sin causa (1955) o Amor sin barreras (1961), lo crucial para el director era la relación entre dos hermanos: Rusty James, interpretado por Dillon, y El chico de la motocicleta, por Rourke.
Coppola se concentró en la dirección para distinguir a esos dos personajes, cuyos actores eran mayores que los descriptos en la novela. Rusty aparece como el joven impulsivo y algo temerario, que intenta parecerse a su hermano mayor al que no ve desde hace tiempo. Aquella aura mítica que rodea a El chico de la motocicleta está alimentada por historias de barrio, contadas de boca en boca, cimentadas en un tiempo nunca vivido. El antihéroe encarnado por Rourke es un hombre taciturno y desencantado, un joven viejo, cuya gloria es lejana y efímera. Coppola amalgamó los retratos nostálgicos de Hinton con cierta mirada existencialista, clave como alimento filosófico para su generación. Para que Mickey Rourke se adaptara a la mentalidad de su personaje, el director le regaló varios libros de Albert Camus y una biografía de Napoleón. Así, la apariencia de El chico de la motocicleta se inspiró en Camus, con su característico cigarrillo colgando de la comisura de su boca. Probablemente El chico de la motocicleta es a Rusty James lo que muchos directores del clasicismo fueron para el Nuevo Hollywood, héroes extraños y etéreos a los que anhelaban emular al mismo tiempo que deconstruir. Y ese pulso es el que se combina en la escritura de la película y en su puesta en escena íntima y estilizada, con un blanco y negro lleno de motas de polvo del pasado flotando ante nuestros ojos.
Para lograr ese efecto no solo Coppola buscó en Rourke la encarnación de una figura elusiva, a la que apenas se podía escuchar –cuenta la leyenda que los técnicos de sonido lo bautizaron “mumble fish” porque apenas resultaba audible en el registro sonoro-, sino delinearla como un ángel sacrificial, atormentado por haberse convertido en leyenda. El claro espejo de esa creación es la del propio Brando en Apocalypse Now, también errática y demencial pero de alguna manera profética. La dedicatoria de la película – “A mi hermano August Coppola, mi primer y mejor maestro”- confirma la relación del tema literario con la biografía del director, que había admirado a su hermano de joven y en ese momento era su subordinado en el organigrama de Zoetrope. Por ello, a diferencia de lo ocurrido en Los marginados, en la que Coppola no figura como guionista pese a haber participado activamente en la adaptación junto a Kathleen Knutsen Rowell –quien por el arbitraje dictado por la Writers Guild of America se quedó con los derechos-, en La ley de la calle el director firmó el guion en colaboración con la propia Hinton.
Una de las definiciones más evidentes de puesta en escena de la película fue la proliferación de relojes, que señalan al tiempo como su tema central. Preocupación que Coppola recuperaría en películas como Peggy Sue, su pasado la espera (1986) o la propia Drácula (1992). El tiempo no solo refiere a la nostalgia por lo pasado, a la escapatoria a través del sueño o el inconsciente, sino el enigma de un futuro al que se anhela pero se teme alcanzar. El primer reloj fue colocado por Coppola en el bar de Benny, y el segundo es el que cuelga de la camioneta frente a la cual coinciden Rusty James, El chico de la motocicleta y un policía; sin agujas, y de clara concepción expresionista (con Metrópolis de Lang como referente). La elección del blanco y negro, que tiene justificación narrativa en la imposibilidad de El chico de la motocicleta de ver los colores y en los peces luchadores de Siam, que se enfrentan a su propio reflejo –de allí el título original de la novela, ‘Rumble Fish’-, en realidad es el elemento definitorio de ese ambiente fantasmal, en el que deambulan espectros sin identidad. Para mezclar las imágenes en blanco y negro de Dillon y Rourke en la tienda de mascotas mirando a los peces en color, el director de fotografía Stephen H. Burum fotografió a los actores en blanco y negro y luego proyectó esas imágenes en una pantalla de retroproyección. Pusieron delante la pecera con los peces tropicales y filmaron la escena con película en color.
Compositor de lujo
Según revelaron los actores Michael Goodwin y Naomi Wise, Coppola proyectó varias películas al equipo de rodaje para que resultaran fuente de inspiración. Entre ellas se encontraban varios de los clásicos del expresionismo alemán, como El gabinete del Doctor Caligari (1920) de Robert Wiene y El último hombre (1924) de Murnau, además de Macbeth (1948) de Orson Welles, Viva Zapata (1952) de Elia Kazan y Sin aliento (1960) de Godard, todas en blanco y negro, con grandes trabajos de sombras proyectadas, ambientes oníricos y personajes autodestructivos. La música de la película fue compuesta por Steve Copeland, baterista de la banda de rock The Police, quien elaboró una partitura a base de percusión y un equipo electrónico capaz de modificar el tempo de las composiciones: el Musync (inventado por Robert Randles). Para escenificar la pelea entre Rusty James y Biff Wilcox –interpretado por Glenn Withrow-, Coppola contrató a Michael Smuin, coreógrafo y codirector del ballet de San Francisco, porque le gustaba la forma en que coreografiaba la violencia. Le pidió que incluyera elementos visuales específicos como cristales rotos, cuchillos, chorros de agua y sangre para generar un efecto de fragmentación visual. El coreógrafo pasó una semana diseñando la secuencia y luego también organizó el baile callejero entre Rourke y Diana Scarwid a partir de uno en Picnic (1955) con William Holden y Kim Novak.
Como había quedado en malos términos con la Warner Bros. cuando el estudio lo obligó a reducir el metraje de Los marginados, el director llegó a un acuerdo con Universal Pictures para producir La ley de la calle que finalmente resultó favorable. El rodaje concluyó a fines de septiembre sin problemas de calendario ni de presupuesto. Luego de un proceso de montaje expeditivo, la película se presentó en el Festival de Nueva York el 7 de octubre de 1983, hace ya cuarenta años. Tiempos y financiación demostraron que, cuando quería, Coppola era capaz de comportarse como un director austero de una producción pequeña. Pese a las expectativas que generaron la adaptación de la novela y el elenco, La ley de la calle no funcionó en taquilla. Resultó demasiado experimental para el Hollywood más conservador de aquella década. Robert Evans, el legendario productor de la Paramount, quedó sorprendido al verla en el cine y señaló que era asombroso cómo Coppola se había convertido en un director casi de la vanguardia europea. Ese impacto lo llevó a producirle Cotton Club al año siguiente.
Con el correr del tiempo, La ley de la calle se convirtió en una de las mejores y más celebradas películas del director de El padrino. Una película con una audacia inusual para la época, obra de un cineasta de espíritu juvenil que contradecía la vasta experiencia de quien ya había conquistado la industria en los 70. Al mismo tiempo, la película exuda una melancolía inolvidable, en su textura acerada y dolorosa, envuelta en las sombras del fracaso y la inminencia de la tragedia. El movimiento acelerado de las nubes, las imágenes deformadas por el sol, los cristales quebrados junto a los sueños de otro tiempo. Rusty James y El chico de la motocicleta son el hombre y el dios, la tierra y el cielo, la vida y el mito. Habitantes de tiempos distintos, irreconciliables. Como la propia película de Francis Ford Coppola que parece emerger en una década de estruendos y ligerezas con una sensibilidad profunda y descarnada latiendo en carne viva bajos sus grises eternos.
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