Un Cascanueces que realza la fantasía de la Navidad desde la mirada inocente de una niña cierra el año del Ballet del Colón
Con una nueva versión del clásico culmina la primera temporada de Julio Bocca en la dirección del Estable; se destacó el desempeño de la compañía, los solistas y especialmente el bailarín invitado, Lucas Erni
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El Cascanueces, ballet en dos actos, por el Ballet Estable del Teatro Colón, con dirección de Julio Bocca. Libreto por Iván Vsevolozhsky y Marius Petipa basado en la adaptación de Alejandro Dumas del cuento “El Cascanueces y el rey de los ratones”, de E. T. A. Hoffmann. Coreografía: Silvia Bazilis. Escenografía: Gastón Joubert. Vestuario: Gino Bogani. Iluminación: Rubén Conde. Dirección de títeres: Antoaneta Madjarova. Con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con dirección de Emmanuel Siffert.
Nuestra opinión: Muy bueno
De todos los Cascanueces habidos y por haber, que son incontables (más y menos clásicos, más y menos innovadores, más y menos coloridos), el que Julio Bocca eligió para cerrar su primera temporada al frente del Ballet Estable del Teatro Colón tiene por lo menos tres características que se pueden mencionar antes de reparar en la función de estreno de anoche. Por empezar, este Cascanueces es el suyo, “suyo” en el sentido de que fue él quien lo encargó en 2011 cuando dirigía el Ballet Nacional del Sodre, en Uruguay, y con él llega entonces a Buenos Aires. Luego, que es la primera coreografía para un elenco profesional que lleva la firma de Silvia Bazilis, una querida exprimera bailarina de la casa que marcó una época y a generaciones, y que justamente este año se volvió a acercar a la institución a tiempo con el centenario de la histórica compañía. Y tercero, se trata de una versión popular (y la popularidad es una bandera de Bocca), es decir, una obra para que disfruten todos, apoyada completamente en la fantasía de la Navidad. No por nada hace semanas tiene localidades agotadas para sus trece funciones hasta el 28 de diciembre, que cierra el telón.

En este mismo sentido, tal vez convendría que los balletómanos hagan un pacto consigo mismo antes de entrar; despojarse en el foyer, a los pies de ese soldado cascanueces gigante que custodia la escalera, de su experiencia con El cascanueces de Nureyev, una obra sin parangón que, como las grandes compañías del mundo (Londres, Milán, París, Berlín), el Colón tiene la dicha de atesorar en su repertorio. Apartarse por los siguientes 108 minutos del recuerdo de la sofisticación de una coreografía que destina prácticamente un paso para cada nota musical, un carácter psicológico que reelabora el sentido del cuento tradicional, esa oscura elegancia que marca un sello. Porque por el contrario, la versión que se programó este año (y también el próximo, acaba de anunciarse esta semana) apuesta todos sus rubros a un espectáculo en el que por sobre todas las cosas prima la mirada de una niña, el sueño de Clara –lo onírico desprovisto de lo siniestro no solo de Nureyev sino del original cuento de Hoffmann-, y en pos de esa ilusión toma una serie de decisiones que le da singularidad. Como la incorporación de títeres y muñecos, en un teatro negro que funciona muy bien en el primer acto, o las marionetas gigantes que, en la segunda parte, en el reino dulce donde manda el Hada de Azúcar (Ayelén Sánchez), acompañan a los solistas para sus entradas en los bailes típicos. Al igual que el cuerpo de baile, el desempeño fue correcto, sin contratiempos, y con algunos destaques: la pareja española de Sofía Ramela y Facundo Luqui y la Danza Rusa de Jiva Velázquez y Luciano García.

Que los divertidos ratoncitos que pelean con el ejército de soldados (el diminutivo no refiere al tamaño de las graciosas criaturas sino a los chicos de distintas edades que están adentro de los trajes, alumnos del Instituto Superior de Arte) y el Coro de Niños se ubiquen en los palcos laterales no hace más que sumar otra dosis de cándida simpatía a una receta que no prescinde de ninguno de los ingredientes navideños: el encuentro familiar, los juguetes, la nieve (sobre el escenario y en las primeras filas de la platea también), un trineo que los traslada entre un acto y otro, y por supuesto el icónico árbol, que crece y crece como un portal cuando la historia empieza a dejar el plano real para adentrarse en los reinos imaginarios.
Tras la obertura, el alboroto inicial corresponde al primer cuadro, una sala plagada de chicos en la Nochebuena, en la casa de los Stahlbaum. Y hay cierto alboroto escénico también: con el correr de los minutos, se fue ajustando e incluso supo sortear la caída de uno de los juguetes tamaño natural que trae de regalo el padrino Drosselmeyer. Es bueno hacer un primer foco sobre este personaje, interpretado por Matías Santos, con prestancia y elocuencia (como lo hizo en el Quijote, también este año); él es el hilván de la historia, acompaña a Clarita permanentemente, haciendo uso de su cualidad de mago, que en sus pases corre y descorre, desaparece y hace aparecer las piezas de esta fantasía.

La pareja protagónica de Rocío Agüero y Lucas Erni se ensambla con gran armonía. Ella, un valor del Ballet Estable, acostumbrada ya a los roles principales, encarna a una Clara inocente y grácil como pide la versión, sin lugar a los enamoramientos; es una chica, de principio a fin. El bailarín argentino de trayectoria internacional, actualmente residente en Alemania (Ballett am Rhein, de Dusseldorf), cumple el sueño de hacer un título completo “en casa”. Es técnicamente tan solvente que recuerda que una quinta es una quinta cada vez que cae de un double tour en l’air. Si la coreografía le diera más hilo, podría soltar como un carretel el despliegue técnico que lo distingue, pero para eso hay que ser paciente: el lucimiento, virtuoso, les llega a ambos en el pas de deux final. “¡¿Sin tutú?!”, se preguntaban varios. Sin tutú, con un sobrio y elegante vestido blanco que diseñó Gino Bogani, autor del vestuario para esta puesta.
Como uno de los tres grandes ballets académicos del repertorio clásico, legado de esa irrepetible dupla creativa que formaron Marius Petipa y Piotr. I. Tchaikovsky, El cascanueces (1892) confirma su paso a la posteridad con cada nueva reinterpretación que se le dedica. La música, grandiosa, nos garantiza –al público, sí, pero también a los artistas– la envergadura de la obra. Nos lo recordaba anoche la Filarmónica de Buenos Aires, con dirección de Emmanuel Siffert.
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