Las tres mujeres acechadas en la película del español Pedro Martín-Calero terminan encarnando avatares de la violencia machista, perdiendo la potencia que tenían en el inicio de este film de terror
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El llanto (España-Argentina-Francia/2023). Dirección: Pedro Martín-Calero. Guion: Pedro Martín-Calero, Isabel Peña. Fotografía: Constanza Sandoval. Edición: Victoria Lammers. Elenco: Ester Expósito, Mathilde Ollivier, Malena Villa, José Luis Ferrer, Claudia Roset, Lía Lois, Sonia Almarcha, Tomás del Estal, Álex Monner, Lautaro Bettoni. Calificación: apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Digicine. Duración: 107 minutos. Nuestra opinión: buena.
Una siniestra presencia persiste a lo largo del tiempo, en distintas geografías, y encuentra su expresión maldita en la tecnología y en las variadas formas de representación. Esa es la idea madre de El llanto y, para concretarla, el español Pedro Martín-Calero asume la estructura dramática apenas como una excusa para concentrarse en el diseño de una atmósfera opresiva, un registro visual inmersivo y una intuitiva deconstrucción de los arquetipos del terror, desde los fantasmas hasta las casas –o departamentos- embrujados, que suman para el guiño cinéfilo. En ese camino sensorial están sus mayores logros, y en esa concentración, también sus traspiés. El afecto por lo simbólico, y la decisión de tomar una narrativa apenas como excusa para jalonar ideas sobre la violencia machista, su despliegue y persistencia en los tiempos, hacen que la película acuse cierta debilidad en su desarrollo y deje algunas lagunas difíciles de perdonar en su resolución.
Pero vayamos por partes. La primera historia comienza en la Madrid del presente. Andrea (Ester Expósito) es una estudiante de arquitectura que vive con sus padres adoptivos y acaba de enterarse de la muerte de su madre biológica en la ciudad de La Plata, en Argentina. La historia le había sido contada a medias, y los descubrimientos alrededor del destino de su madre, los detalles de su adopción y el trasfondo de su muerte, comienzan a perturbarla. Mientras chatea con su novio Pau (Álex Monner), temporalmente en Sydney por trabajo, una amenaza asoma en los contornos de la imagen digital. Una silueta ajada, un hombre viejo de rostro inerme y expresión espeluznante ¿Quién es? ¿Un fantasma que viene del pasado? ¿Un defecto en la imagen pixelada que condensa la subterránea paranoia alrededor de las nuevas tecnologías?
Calero está menos interesado en dar respuestas que en sembrar inquietud, y lo hace a modo de acumulación: sombras en el fondo del encuadre, un edificio macizo e imponente que asoma en la Madrid contemporánea, música que impregna de tensión la experiencia. Y el llanto, insistente, como anuncio y premonición. Ese primer tercio, afirmado en el punto de vista de Andrea, es el mejor momento de la película. Todas son promesas, todas son expectativas. Luego nuevos tercios bifurcan la historia bajo la clave de la repetición. En La Plata, hacia fines de los años 90, Camila (Malena Villa) estudia realización cinematográfica y se fascina con una mujer que descubre en la calle mientras filma material para un próximo cortometraje estudiantil. De nuevo el registro visual, ahora analógico, de una silueta amenazante, de nuevo la música y el llanto. La historia parece cerrarse sobre sí misma para dar cuerpo a una simbología que fue instalada de antemano, y que solo debe llenarse con hipótesis y especulaciones.
La tríada de puntos de vista se completa con el periplo de Marie (Mathilde Ollivier), el eslabón que falta, la que parece tener todas las respuestas. Calero vuelve a concentrarse en la presencia escénica de sus actrices, en una atmósfera ominosa, en la capacidad del cine para hacernos sentir el miedo como si lo estuviéramos viviendo. La idea que subyace es clara, en sintonía con la violencia masculina y sus elípticas formas de expresión, pero la concreción en el relato tiene altibajos, menos carnadura narrativa (extraño para una guionista como Isabel Peña, que ha brillado junto a Rodrigo Sorogoyen) y una recurrencia al universo del terror como imaginario y textura iconográfica.
Calero asoma como portador de fuertes ideas visuales, todavía atadas a una agenda temática predecible, pero que logran intrigar a los espectadores sobre el futuro de su obra en un género tan explotado últimamente como el terror.
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