
La pasarela de los coturnos
La columna de la semana pasada aludió a las vedettes de revista que abandonaron este género para pisar las tablas del teatro, digamos serio. En la Argentina hay por lo menos tres casos ejemplares, en dos de los cuales intervino ese maestro de maestros, don Antonio Cunill Cabanellas, un auténtico descubridor de talentos.
Por orden cronológico, la primera bataclana (como un tanto peyorativamente se las llamaba entonces) que abordó el compromiso dramático fue Iris Marga (Iris Pauri, nacida en Lucca, Italia, 1902-1997). De estrella de la revista en el Porteño y el Maipo, Cunill la llevó al Odeón, para las famosas temporadas del doctor Enrique Telémaco Susini, allá por 1930. Se consagró en 1935, cuando ganó el premio municipal a la mejor actuación femenina por "Miss Ba", de Rudolph Bessier, sobre la vida de la poeta inglesa Elizabeth Barrett-Browning. En 1936, al fundar la Comedia Nacional, Cunill la convocó al Cervantes, donde prosiguió una brillante carrera que culminaría en 1989, cuando conquistó a París en "Familia de artistas", de Kado Kostzer. Iris recordaría siempre, con mucha gracia, sus años de vedette y aún antes, como ayudante del mago en un circo, en Tucumán.
Gloria Guzmán (1894-1979), nacida en España, criada en Cuba, vino a la Argentina en 1924, con una compañía de zarzuela, y se quedó para siempre. Chispeante, seductora, refinada, estrella también del Maipo y el Porteño, en los años cuarenta dejó la revista y triunfó como "Doña Clorinda, la descontenta", de Tulio Carella, dirigida por Cunill. Desde entonces se hizo indispensable como actriz de comedia brillante, a menudo con acotaciones musicales y pasos de baile en los que lucía sus famosas piernas, como "Feliz cumpleaños", "Si Eva se hubiese vestido" (Cunill, de nuevo) y "Todos en París conocen".
El caso de Tita (Laura Ana) Merello, 1904, fallecida a los 97 años, es quizás el más notorio. Porque demostró ser una intérprete de notable versatilidad: además de abordar la comedia de salón (era capaz de interpretarla con elegancia, como en "Sexteto" de Fodor, en el San Martín de la calle Esmeralda), supo alcanzar las cumbres del drama y hasta acercarse a la tragedia, en un registro similar al de una Magnani, o una Katina Paxinou. No se lo impidió el haberse consagrado en un pintoresco tipo de porteña arrabalera, corajuda y sentenciosa, para siempre identificado con su propia, singular personalidad.
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Tal vez pocos recuerden que hubo actrices de calificada actuación teatral, que en algún momento no desdeñaron surcar la pasarela del Maipo: Claudia Lapacó y Nelly Prono, entre otras. No olvidemos tampoco a Nélida Lobato y Ambar LaFox, que en la primera versión de "Chicago", en los 60, sacaron considerable rédito dramático de sus personajes. Y rescatemos a la precursora de todas ellas, pero en el camino inverso: la casi inmortal Cécile Sorel, que al ser despedida de la Comedia Francesa, en 1929, por desobediente (se negó a disminuir el volumen de las plumas que adornaban su sombrero de Celiméne, en "El misántropo"), se trasladó al Casino de París, donde su presencia ilustre convocó a multitudes. Pasaban y pasaban los cuadros de la revista, Sorel no aparecía y el público se impacientaba. Por fin se descorrió el telón para revelar una altísima escalera, a cuyo pie estaba sentado en un trono, el actor que figuraba ser Luis XIV. La diva asomó allá arriba, vestida con una túnica dorada y coronada por un bosque de plumas. Majestuosa, empezó a descender, la mirada fija en lo alto (y ya tenía más de sesenta años), sin un tropiezo, impávida. Cuando llegó abajo, se volvió hacia el rey y le preguntó: "¿Bajé bien?". Y se cerró el telón: eso era todo.






