
Los enigmas de Giuseppe Verdi
El vínculo, secreto o manifiesto, que existe entre la vida y la obra de un creador acepta las más infinitas probabilidades. No existen dos casos iguales, aunque pueda haberlos parecidos. En el siglo XIX, la crítica biográfica francesa, refiriéndose a los escritores, había llegado a la aceptación de que si a menudo la obra refleja al hombre, en otros casos lo oculta: el autor trata de mostrarse exactamente opuesto a lo que realmente es, en la búsqueda de un perfil ideal e inalcanzable: el artista sublima su condición de hombre. También en la música los compositores irradian una u otra tendencia, aunque la particular capacidad semántica del lenguaje sonoro lo haga a veces menos evidente.
Mientras las obras de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner desnudan una imagen compatible -en distintos grados, es cierto- con sus vidas, en otros casos la creación entrega una figura opuesta, como ocurre con la música de Falla.
En lo fundamental, Verdi, que se fue de este mundo el 27 de enero de 1901, pertenece al primer tipo, aunque en su caso la relación es compleja, tan rica en contrastes que merece una ubicación aparte. Los documentos que hoy se manejan sin anestesia, a diferencia de lo que ocurría décadas atrás, compaginan una personalidad introvertida, de humor irritable, depresivo, pesimista, lleno de resentimientos y contradicciones. Ya a los 54 años debe aceptar en su fuero íntimo que ha dejado de amar y de desear a su mujer, que la pasión se ha extinguido, mientras la soprano Teresa Stolz, con su belleza y juventud, llegó a estimularlo en cierto momento a vivir esas fogosas historias de amor que trasladaba al escenario lírico con una fuerza irresistible. Pero Strepponi, con la solidez de un temperamento digno de Verdi, siguió siendo hasta su muerte, en 1897, el pilar inconmovible que facilitó la rotunda madurez del genio.
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Sin embargo, si la imagen verdiana más común muestra a un ser descontento, taciturno y aun áspero, en los prolongados e intensísimos períodos de creación era arrolladoramente vital y positivo. "Para hacer una buena obra -decía- hay que escribir rápidamente, casi de un solo respiro, dejando para después el trabajo de acomodar, vestir, repulir el esbozo general; de lo contrario se corre el riesgo de producir una ópera débil, privada de estilo y de carácter". Así compuso "Aida", "de un solo respiro".
Esto sugiere que también él debió vivir, como tantos otros creadores, traspasado por la urgencia de concretar las ideas que explotaban en su mente. Con la diferencia de que, exigido en su condición de agricultor por la contingencia de todos los días, su música ofrece un radiante sincretismo entre arte puro e intemporal y una cualidad terrena, tan feraz, ubérrima y ardiente como el suelo que él mismo cultivaba. Quizás aquí resida el carácter único de sus dramas líricos: la capacidad de volar a alturas inaccesibles, pero bien plantados en la más concreta y profunda humanidad, incompatible con los alucinantes vapores del Walhalla wagneriano.






