"Mein Kampf, farsa"
La mirada teatral de Jorge Lavelli sobre Hitler, estrenada anteanoche en el San Martín, rompe las tradicionales distancias que se establecen entre farsa y tragedia
lanacionarUn periodista italiano le preguntó cierto día a Luchino Visconti, con un leve aire de reproche, por qué su famosa película "El crepúsculo de los dioses" había sido ambientada en la Alemania de Hitler y no en la Italia de Mussolini.El gran director contestó: -Porque yo quería filmar una tragedia. Y todos sabemos que el nazismo fue una auténtica tragedia. El fascismo, en cambio, fue una farsa.Por eso elegí Alemania y no Italia.
La respuesta era ingeniosa, pero tenía un punto flaco: partía de la suposición de que farsa y tragedia son dos dimensiones irreconciliables del arte y de la vida. Afortunadamente, ni la vida ni el arte admiten esas categorizaciones absolutas.
Lo sabe mejor que nadie el húngaro George Tabori, cuya obra "Mein Kampf, farsa" acaba de subir a escena en el Teatro San Martín con la magistral dirección de Jorge Lavelli. En el escenario de la sala Martín Coronado, el tándem Tabori-Lavelli hace añicos la dualidad farsa-tragedia y lo hace con un desparpajo que seguramente hubiera escandalizado al maestro Visconti, tan pundonoroso en su adhesión a un reduccionismo neoclásico exquisito y sin fisuras.
"MeinKampf, farsa" deja en el espectador algunas sensaciones contradictorias. Adolfo Hitler es dibujado como un patán ridículo y torpe al que la Muerte viene a buscar a su asilo marginal de Viena no con la intención de llevárselo al otro mundo sino con el propósito de contratarlo como una suerte de genocida profesional.
Antecedentes ilustres
El futuro Führer está visto con la misma lupa con que lo miraron, en su hora, Winston Churchill -que en plena guerra solía llamarlo "estúpido payaso"- y Charles Chaplin, que en 1939 lo puso casi al nivel de Los Tres Chiflados en su magnífica parodia "El gran dictador". La interpretación del personaje que propone Alejandro Urdapilleta, con sus reminiscencias chaplinescas, subraya el parentesco entre la visión de Tabori y la de esos ilustres antecesores.
Pero lo verdaderamente original de "Mein Kampf, farsa" no es tal vez su ruptura de la dualidad tragediafarsa, que el propio Hitler había ya contribuido a resquebrajar con su torpe y macabra tendencia a la teatralidad, de la que dan testimonio los documentales que exhibe a diario la televisión. Lo realmente novedoso de esta obra de Tabori,y seguramente lo más polémico, es su identificación de un espacio cercano al horror -el asilo para mendigos y marginales que tuvo como pensionista a Hitler cuando llegó por primera vez a Viena desde su pueblo natal- y la audacia con que el autor va convirtiendo ese espacio cerrado en una inquietante metáfora de la cultura judeocristiana milenaria que hizo posible el nazismo.
Le basta para eso a Tabori con encerrar en el asilo a un viejo cocinero que juega a ser Dios y a un judío vendedor de biblias que se debate entre la ortodoxia de su fe y su natural propensión al pecado. Cuando Hitler irrumpe en el lugar -payasesco y brutal-, su presencia no parece producir un quiebre cultural. La farsa iguala a todos los personajes, los empareja en sus fobias, en sus agresividades, en sus miedos, en sus dualidades, en sus hipocresías.
El futuro tirano y su amigo judío -su futura víctima, en rigor- comparten demasiadas cosas y, por momentos, sus identidades se tornan difusas. En todo caso, su relación odio-amor se desenvuelve como un juego que ambos aceptan jugar de buen grado. La conclusión a que el espectador se ve llevado tiene sus riesgos: si se admite que el nazismo fue el emergente de un determinismo histórico milenario, se corre el riesgo de que las principales responsabilidades se diluyan. Del entrelazamiento de hipocresías que propone Tabori a la espantosa teoría de la complicidad de la víctima hay sólo un paso. Más de un espectador atento experimentará, seguramente, algún desconcierto y hasta un cierto rechazo ante esa concepción, cuyas derivaciones políticas últimas pueden llegar a resultar intolerables. Es verdad que en el tramo final de la obra los perfiles tienden a deslindarse y la trama histórico-conceptual se desvanece, mientras la farsa empieza a conectarse con la realidad. Pero el remedio llega, tal vez, demasiado tarde: a pesar del espléndido dinamismo teatral con que Lavelli procura instalar sobre el escenario algunas imágenes anticipatorias que rescatan la contundencia de la verdad histórica, lo que la obra deja como sedimento sustancial es la tesis del proceso cultural milenario, expuesto en clave de farsa durante la parte más profunda y significativa de la obra, que es la que Tabori dedica a la descripción de la estrecha convivencia entre Hitler y su amigo-enemigo, el judío Schlomo Herzl.
Convivencia y quiebre
Por supuesto, "MeinKampf, farsa" admite otras lecturas, que pueden conducir a conclusiones más estimulantes. Se puede suponer, por ejemplo, que el asilo es el espacio alegórico en el que conviven todas las culturas y en el que los hombres expresan sus ideas y sus creencias con un saludable y divertido espíritu lúdico. Y que esa vida fecunda y en cierto modo placentera se quiebra en el momento en que la muerte -personificada como una señora ansiosa y crispada- se inmiscuye en las relaciones que los hombres mantienen entre sí. El judío Schlomo hace algunos esfuerzos para evitar que la muerte se instale y trate de localizar a Hitler, su futuro agente. Pero sus esfuerzos son demasiado débiles. Y la señora se sale con la suya. La lectura política sería coincidente con la que el mundo libre ha consagrado: si se cede un palmo a las ideologías de la muerte, ya nadie podrá evitar que el horror se instale entre los hombres.
Pero, ¿es legítimo extraer conclusiones didácticas de una obra teatral, que acaso sólo aspira a recrear la vida desde una perspectiva honda y reveladora? En todo caso, es evidente que el tema del nazismo mantiene, con razón, una vigencia obsesiva en la memoria de los hombres y de los pueblos. Y que las suspicacias se multiplican cuando un autor se asoma, cualquiera que sea la clave estilística que utilice, a una tragedia política y social que se mantiene insoportablemente viva en la memoria colectiva.
Pero si lográsemos prescindir del condicionamiento político-sociológico, deberíamos admitir que "Mein Kampf, farsa" -al menos, en la puesta de Lavelli- es una obra de extraordinaria riqueza y que el teatro ha ido esta vez maravillosamente lejos en su pretensión de atrapar lo que la vida tiene de farsa, de locura y de dolor. En el asilo que Tabori nos propone, hay un microholocausto cotidiano al que ninguno de los personajes consigue escapar. Y eso tiene que ver con la vida mucho más que con la política.
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