Estadio de Ferrocarril Oeste
La vigencia del metal
Con Judas Priest como plato fuerte, 20 mil personas se dieron un banquete de viejo rock pesado en Caballito.
Amedida que uno se acercaba al estadio de Ferro para presenciar el Monsters of Rock, un megaevento que reunió a figuras nacionales y estrellas internacionales del heavy metal, daba la sensación de estar yendo a un show de 1996: mucho tetra, botellas de agua mineral con líquidos coloridos de dudosa procedencia, simpáticos mangueros, chapas largas, remeras negras estampadas con héroes del metal y chupines gastados. Adentro, algunas de las cinco mil personas que disfrutaban de una tarde de sol, que pronto se transformaría en noche gélida, coincidían en lo mismo: la impecable organización. Esto se traduce en cero disturbios, controles precisos, claras salidas de emergencia, suficientes baños químicos y una grilla que se respetó de principio a fin.
Así, Lörihen, primera banda nacional y encargada de abrir el festival, salió a escena puntualmente pasadas las cuatro de la tarde y entregó una performance ajustada y contundente que arrancó los primeros aplausos y que finalizó con una demoledora versión de “2 Minutes to Midnight”, el clásico de Iron Maiden, que dejó la arena caliente para Tristemente Célebres. Pero el combo que tiene en sus filas a Eduardo de la Puente debió luchar (y perdió) contra un maremágnum sonoro y nunca terminó de acomodarse a los caprichos del viento y el rebote que producía la platea techada de Ferro (¿nadie pensó en eso?).
A Rata Blanca, en cambio, le fue mucho mejor. El grupo que comandan Giardino y Barilari (¿un Peter Pan del metal?) supo domar el vaivén sonoro y aprovechó a una monada entonada que no dejó de cantar durante la hora que duró su show. Espadas, castillos, magos, rosas y una emotiva versión de “Highway Star” (clásico de Deep Purple) bajo la lluvia dejaron al pueblo metalero listo para recibir al primer plato fuerte de la noche.
Un David Coverdale un tanto deteriorado, flaco y con algunas señas particulares inconfundibles (larga melena rubia, jeans ajustados, camisa abierta) pegó una patada al cielo de Caballito, que parecía caerse a pedazos, y Whitesnake comenzó a todo vapor con “Burn”, esa oda magistral al riff setentoso de Purple. Con algunas falencias vocales (que intentó suplir entre los eficientes coros del bajista Uriah Duffy y abundantes alaridos machotes), David y lo que queda de aquel poderoso ejemplar de hard rock con raíces de r&b, decidieron tomar el camino más fácil: una catarata de éxitos radiales para que la platea de chomba y pulóver al cuello moviera la patita y las parejas de treinta y pico se hicieran arrumacos. Anoten: “Is This Love”, “Love Ain’t No Stranger”, “Give Me All Your Love”, “Cryin’ in the Rain”, “Here I Go Again”, “Slow an’ Easy” y el grand finale con “Still of the Night”. De esa manera, un digno y tribunero Whitesnake se despedía de la Argentina. Pero todavía faltaba lo que todos habían ido a buscar.
Segundos antes de las 21.30 (¡la hora programada!), Judas Priest se hizo amo y señor del Monsters of Rock y sumiría a todos los que llegaron hasta Ferro en un viaje acelerado por el pasado y el presente de una leyenda del metal que aún está en condiciones de mofarse de cualquier banda de pendejos con caras de malo y canciones vacías de alto volumen.
¿Por qué? Porque las guitarras de Tipton y k.k. Downing siguen siendo hachas asesinas, porque la base de Ian Hill y Scott Travis es una pared de concreto y porque en el frente tiene a una adorable criatura perturbada que se llama Rob Halford.
El pelado, que volvió al grupo en 2004 luego de doce años de ausencia, conoce el negocio como pocos y camina el escenario como un zombie de cuero negro, con la mirada clavada en el piso y la reluciente calva tatuada. Su gesto de leve desagrado y sus acotados movimientos lo dibujaban como una mezcla exacta entre un luchador de Titanes en el Ring y una vieja gloria del cine entrada en años, rescatada por un joven director que lo coloca en el rol de villano futurista en un film de sci-fi. Su voz chillona y roída mastica las palabras y las escupe con la misma rabia de siempre, pero con la mansa sabiduría que dan cientos de batallas encima. Su presencia escénica, rígida y robótica, hace que todos los ojos confluyan en su figura, que puede aparecer abriendo los brazos en el centro del ojo gigante que decora el fondo del escenario, desaparecer y asomarse nuevamente sobre una de las dos pasarelas laterales para arremeter con “Judas Rising” o “Deal with the Devil”, piezas de su último disco Angel of Retribution.
A caballo de su formación (casi) histórica, Judas Priest se dedicó a repasar una larga lista de hits inoxidables: “Breaking the Law”, “Electric Warriors”, “Metal Gods”, “Electric Eye”, “Painkiller” y aquel hit con el que supo conquistar terrenos que exceden el metal, “Turbo Lover”, del álbum Turbo, de 1986.
Después de casi dos horas y con un público que a esa altura se preocupaba por esquivar la molesta llovizna y se abrazaba para gambetear la hipotermia (al menos los que estábamos en la platea), Halford no podía irse de Buenos Aires sin darles a sus fieles un poco de show: para el bis, montado en una reluciente Harley Davidson, se despachó con una tre-men-da versión de “Hell Bent for Leather”, con la banda prendida fuego. Delirio, cuernos al aire y final feliz para un festival que convocó a más de 20 mil personas y que sirvió para confirmar el eterno romance del soviet metalero argentino (que aunque no lo veamos, siempre está) con sus artistas favoritos.
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