30: Adele, o cómo un corazón roto puede escribir el próximo álbum de divorcio más escuchado de la historia de la música pop
La artista británica dio a conocer su nuevo trabajo, el más osado de toda su discografía
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“Voy a llevar flores al cementerio de mi corazón para todos mis amantes en el presente y en la oscuridad/cada aniversario presentaré mis respetos y diré que lo siento”. Así empieza el que acaso se convierta en el álbum de divorcio más escuchado en la historia de la música pop, un subgénero corregido y aumentado por Blood on the tracks (1975) de Bob Dylan, el crucial Face Value (1981) de Phil Collins y Utopia (2017) en el que Björk exorcisó los fantasmas de su separación con Matthew Barney.
No es el comienzo más obvio para una cantante de amplio espectro como Adele: una suerte de lullaby de la era del swing inspirado en Judy Garland pero que, entonado con estridencia y arreglos más disonantes, no hubiera extrañado en el repertorio de la islandesa (“It’s oh so quiet”). En 30, “Strangers by nature” responde más a los procedimientos de intro del hip hop que a una canción de apertura hecha para captar la atención de una vez. Lo que hay en el principio del álbum es una suerte de cortina intimista para el music hall de su corazón partido. La fijación retro convertida ya en gesto autoconsciente: así cuando cierra el melisma con un severo “Ok, estoy lista” el decorado se rasga desde adentro y el álbum realmente empieza. No es la primera vez que algo así se hace claro, pero sí su primera vez. Y hay más: la voz de su hijo grabada en contrapunto como escenas de Super 8 superpuestas en un documental de Netflix.
Así, la mayor estrella británica del siglo XXI parece intermediar entre una señora como Susan Boyle (la ganadora de Britain’s Got Talent en 2009) y el experimental Frank Ocean. Una canción de seis minutos como “My Little love” donde se mezclan la melodía de impronta soul (Dionne Warwick) con la voz propia en diálogo con su hijo Angelo de nueve años, y un monólogo en el que se quiebra pensando en voz alta sobre la soledad en contrapunto con un coro ululante no es acaso lo que el mundo estaba esperando de ella. Es una forma sigilosa, reformista, de decirnos que puede ser algo más que la mezzosoprano que lleva el repertorio que Amy Winehouse dejó trunco. O que puede ir más lejos de lo que los productores de realitys musicales pretenden para sus efímeras stars: una canción pop genérica fijada entre el soul, las baladas de Elton John (¡cómo si fuera tan fácil!) y puro entrenamiento vocal. Es lo que pasa con “Easy on me”, el adelanto que hasta hoy sumaba 278 millones de clicks solo en Spotify, poniéndose número 1 en 25 países y que, según The Guardian, tuvo la mayor cantidad de pasadas que se recuerde en la radio en una primera semana en los Estados Unidos.
Aún con el corazón roto, la voz de Adele se muestra inquebrantable, pero lo nuevo no deviene novedad en absoluto. La apertura del álbum, después de ese interesante juego del comienzo, podría haber sido una power ballad de Noel Gallagher para Oasis si en lugar del piano se hacía con una base morosa de guitarra, bajo y batería, o un éxito de la temprana Alicia Keys. En fin, en un 2021 pospandémico (¿seguro?) en el que Mark Zuckerberg quiere vendernos una suerte de real estate futurista en el que la virtualidad se vivirá con la naturalidad con la que se abre una canilla, el single más escuchado ubica a la música pop en un clasicismo imperturbable. “Easy on me” con su video en blanco y negro parece participar de este presente donde todo es biopic. Y si bien la destreza vocal de Adele se hace (no se trata de señalar con el dedo al autotune que a esta altura es lo que el wah wah fue al rock) notoria en ese “easy” que descompuesto en microsílabas se vuelve difícil de seguir lo que hay aquí es eso: una biopic de sus últimos años con música de… biopic.
Es interesante que Lady Gaga haya terminado también en esta celebración del clasicismo (hasta Bernie Sanders le robó cámara en la asunción de Biden) cuando, siendo contemporáneas, ocupaban extremos opuestos. Ahora, por un movimiento pendular, le tocaría a Adele volverse queer y estrafalaria. Pero eso no va a pasar. Basta mirar la foto de Simon Emmett para la portada de 30. Un perfil de Adele que mira hacia atrás o a los costados pero nunca adelante. Es como si Liz Taylor nunca hubiera sido (re)tocada por la varita pop de Warhol, como si a la historia de la celebridad nunca le hubiera pasado eso. El retrato revela algunos kilos perdidos en años en los que parece haberse repuesto de cierto apego a la botella. De ahí que su “Re-Hab” haya que buscarlo menos en aquel “Rolling in the Deep” (2011) que tomó el mundo por asalto que en este “I Drink Wine” (¡ahora sabemos al fin quién se ha tomado todo el vino!) en el que asume su desborde etílico.
“¿Por qué estoy obsesionada por aquellas cosas que no puedo controlar? ¿Por qué busco la aprobación de gente que ni siquiera conozco? En estos tiempos locos, espero encontrar alguien con quien engancharme porque necesito algo de sustancia en mi vida, algo real, algo que parezca verdadero”. Más allá de la intimidad que estos versos puedan tener y que solo ella puede sentir como propios también aparece aquí un involuntario manifiesto. Otra vez: la aparición de cantantes como Amy Winehouse, la efímera Duffy (volver a su primer álbum) y aún Lilly Allen parecía una respuesta a toda la música hecha con laptops en una habitación. La Winehouse que era Olivia y Janis Joplin quería cantar con un gran micrófono Neuman como los de antes delante y una big band detrás. Adele que apareció inmediatamente después se presentó así de real también: una chica Botero antes que una modelo de Helmut Newton, aunque fuera catapultada desde la prehistórica plataforma My Space. Y cuando titula “I Drink Wine” una canción parece una tontería pero no lo es. Ni apologética ni un acto de remordimiento, lo que está diciendo es que su arte es orgánico. Toma vino Adele, y si Amy instaló el modelo de la secretaria Mad Men (con ese nido de abeja en la cabeza) a la multipremiada rubia (la lista cansa: contemos solo los 14 Grammys) le ha tocado acaso el papel de Betts, la ama de casa detrás del genio díscolo de Madison Avenue que termina líada con el brandy.
30 es quizás el álbum en el que Adele ha tomado las decisiones más osadas de su discografía aunque parezcan imperceptibles la mayor parte del tiempo. Su música y su estilo trabajan para ser atemporales, pero cuando se mire hacia atrás estas canciones dirán también lo raro que es vivir en estos tiempos. Hay algo que permanece y podría convertir su obra en una suerte de obra de fotografía contemporánea si siguiera grabando discos como... Bob Dylan. Hemos visto sus retratos apenas acompañados de un número desde 2008. En 19 posaba circunspecta y se le adivinaba un flequillo de modette; en 21 (2011) sostenía su cabeza como una diva introspectiva captada por Anne Marie Heinrich; en 25 (2015) era una Catherine Deneuve, de nuevo, ocupando todo el foco y en 30 es este perfil que parece intimidado por lo que vendrá. ¿No es un poco como estaremos saliendo todos en nuestra foto interior?
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