Algo cambia en nosotros mismos
Fue sonante en Leipzig el caso de Johann Christian Woyzeck (tal su verdadero nombre), decapitado en esa ciudad el 27 de agosto de 1824. De profesión peluquero, el 21 de junio de 1821, hacia las nueve y media de la noche, este individuo de 41 años, en un demencial estado de celos, dio muerte, de siete cuchilladas, a la viuda del cirujano Woost, en el corredor de su casa. El asesino fue condenado a muerte, frente a un caso muy claro de crimen pasional.
Sin embargo, dicha condena se vio interferida por ciertas declaraciones en relación con el estado mental del hombre en momentos de realizar el crimen. Presionada por la prensa, la Corte de justicia decidió hacer examinar al criminal por un experto eminente, el doctor Clarus, quien presentó su estudio psiquiátrico sobre el estado mental de Woyzeck. Según las conclusiones de Clarus, el hombre se hallaba en plena posesión de sus facultades antes, durante y después del asesinato. El hombre fue ejecutado.
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Ese mismo año 1824, el doctor Clarus dio a conocer, a través de una publicación especializada, los diferentes pasos de su análisis, una fuente en la que bebió el joven escritor Georg Büchner, que murió en 1837, a los veintitrés años. Movilizado por sus ideas políticas ("paz a las cabañas, guerra a los palacios" fue su grito de guerra), se propuso demostrar, a través de un argumento totalmente original, que más que un enfermo mental, Woyzeck fue una víctima de su época, de la miseria en que se debatía la clase inferior de la sociedad, de la corrupción de los de arriba, de las deformaciones que podía provocar la religión sobre los espíritus débiles e ignorantes.
Tal el sentido que capta, asimismo, el compositor Alban Berg cuando en 1917, tras tres años de maduración, empieza a escribir su ópera, concluida en 1922 y estrenada en 1925 con el nombre -levemente modificado- de Wozzeck .
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Si el genio de Büchner fue capaz de dar a esta historia toda la ferocidad de su radical anarquismo, el genio de Alban Berg pudo probar hasta qué punto la música es capaz de ir más allá de la carga psicológica de las palabras. Por eso el eminente filósofo y sociólogo de la escuela de Viena, Theodor Adorno, pudo ver en la música de Wozzeck la "maduración del texto", la versión "interlineal" del drama original.
Hoy, a poco más de 80 años del estreno de la ópera, es extraordinario advertir hasta qué punto los intérpretes caen bajo su fascinación. En estos días previos de ensayos, allí bien abajo, en el tercer subsuelo del Teatro Colón, fue formidable para mí presentir la pasión que despierta esta obra en cada uno de sus intérpretes.
Los músicos de la orquesta, sometidos a exigencias agobiadoras, responden a un Stefan Lano que parece transfigurarse en el curso de los 95 o 100 minutos que dura la representación. Los cantantes, por su parte, sortean dificultades que desbordan los requerimientos vocales, como paso previo para exigencias extremas de interpretación escénica. Y naturalmente, para los directores de escena (Marcelo Lombardero, en este caso), Wozzeck es un desafío al que debe ser imposible resistirse.
Pero también, como dijo el régisseur Patrice Chéreau, la obra, finalmente, deja exhausto al espectador. Con el añadido de que todos, intérpretes y público, salimos transformados de esta experiencia. Algo cambia en el fondo de nosotros mismos. El Colón, desde la sala del Coliseo, nos pondrá a todos a prueba, desde mañana, a las 20.30.







