Barenboim, en estado de gracia
Sonatas en mi mayor N° 9, opus 14 N° 1, en mi bemol mayor N° 4, opus 7, en fa mayor N° 22, opus 54, en do menor N° 32, opus 111. En el CCK / Nuestra opinión: excelente
Cuando vemos las últimas pinturas de Rembrandt o de Giorgio Morandi, no vemos un cierto tipo de representación, no vemos incluso nada representado, ni siquiera vemos una pintura: ya no son la obra de un pintor, sino de un artista, alguien que superó la materialidad de sus medios. Hay veces en que en la música pasa algo semejante, y una de esas veces fue el último de los recitales de Daniel Barenboim dedicado a las sonatas para piano de Beethoven. Lo que se escuchó no fue a un pianista: más bien, el piano, y todas sus minucias técnicas, quedó transcendido por un aliento artístico de mayor alcance. Se escuchó a un artista en el sentido más literal y más amplio de la palabra.
Barenboim organizó sus tres recitales beethovenianos de modo que depararan, en conjunto, una visión del ciclo completo de sonatas, pero esta condición se cumple incluso en el interior de cada recital, con un arco de lo temprano a lo tardío. La Sonata opus 14 N° 1 muestra que, ya entonces, el sentido del ritmo se había vuelto para Beethoven mucho más flexible que en la ortodoxia clasicista. Barenboim la realizó con extrema delicadeza y como si uno la escuchara por primera vez (hasta el más simple acompañamiento en corcheas pareció extraordinario) y ni hablar del repentino piano con su efecto dramático.
El maestro no permite que se escape ninguno de los cambios de luz armónica de este Beethoven temprano, que anticipan la escritura de Schubert. El lazo de sangre con Schubert se advierte sobre todo en el Largo de la sonata opus 7, acaso el modelo para la sección central de su última sonata. Casi podría decirse que el peligro no es en este caso la falta de claridad, sino un exceso que disiparía cualquier misterio. Para Barenboim, en cambio, la claridad fue la condición de posibilidad del misterio: cada vuelco (por caso, la sustitución del legato por staccato sin previo aviso) sonó en sus manos significativo y a la vez enigmático.
El acierto de organizar el recital con este agrupamiento de sonatas no consiste solamente en poner al desnudo la evolución del Beethoven temprano al tardío; en realidad, el modo en el que Barenboim tocó la radical sonata opus 7 nos muestra que el Beethoven de las sonatas opus 110 y opus 111 estaba ya a veces in nuce en su período temprano (las ornamentaciones, en el plano más evidente), cuando no completamente consumado. Y esto vale también para la poesía reservada de la sonata opus 54.
La sonata opus 111, por fin, fue un caso aparte. Barenboim no concibió el Maestoso-Allegro con un sentido dramático, sino en los términos de una meditación, como si ese principio fuera leído desde la Arietta del final. El movimiento entero, cada respiración que le dio Barenboim, habitó en esa atmósfera. Nada más conmovedor que escuchar al titán ante las teclas enfrentado con la montaña escarpada del testamento beethoveniano. Barenboim tocó la Arietta en estado de gracia, a varios centímetros del suelo. La microscopía fue inusitada, cada detalle tuvo un brillo propio y, a la vez, no perdió jamás su conexión estructural con la totalidad. Thomas Mann, en su novela Doktor Faustus, creía que la opus 111 era una despedida: el adiós a la sonata. Tal vez lo fuera, pero en todo final hay un principio. Y así como antes había revelado lo tardío en lo temprano, nos hizo ver que en Beethoven podía estar ya también Debussy.
Gracias al piano, Barenboim había trascendido el piano. Nunca se escuchó algo igual, y cuesta pensar que vuelva a escucharse. Lo sabían Zubin Mehta y Martha Argerich, que aplaudieron de pie al maestro. Fue lo más parecido a los Campos Elíseos que se pueda imaginar en la Tierra.
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