El trío reeditó su disco debut con nuevo título –’Haciendo cosas raras’– y sus canciones atravesadas por la sabiduría, la experiencia y un audio superior
“Es otro sonido, lo escuchás y te volvés loco. Hace treinta años no tenían la posibilidad de grabar en su propio estudio, tranquilos. Y ahora lo hicieron”. Eso decía Jorge “Killing” Castro, manager de Divididos , a Rolling Stone en junio de este año. A la regrabación de 40 dibujos ahí en el piso (1989) todavía le faltaban algunos detalles pero la promesa ya quedaba hecha, y ahora se salda: Haciendo cosas raras –el nombre elegido por el trío para esta reversión que se lanzó el viernes 24– tiene un audio muy superior, definido, fiel, elegantemente ecualizado y alejado de aquel debut casi desierto de graves que dejaba en evidencia, con su producción plástica, el estándar sonoro de aquel momento.
Donde el disco original ofrecía post punk oscuro, heredado del sonido de grupos como Joy Division y Siouxsie and the Banshees que Luca Prodan había importado de Gran Bretaña a fines de los 70 y principios de los 80, su recreación presenta sangre y músculo. Ya en la apertura con “Los sueños y las guerras” (sí, los tracks están en distinto orden) se nota una mayor presencia de la base rítmica, con un Diego Arnedo –lógicamente– mucho más confiado que aquel de los inicios de Divididos y un Catriel Ciavarella que parece manejarse con la indicación de tocar mucho y fuerte para diferenciarse del tono frío de la batería original, ejecutada por Gustavo Collado, que venía de La Sobrecarga.
Salvo en “Camarón Bombay”, que deja de ser un puñado de viñetas en broma de 60 segundos para convertirse en un reggae hecho y derecho de casi cinco minutos (con lo cual gana puntos de ironía aquello de “no te hagas el rastafari, no te hagas el rastaman”); y en “Caballos de la noche”, aquella que supo tener letra dedicada a Roberto Pettinato, luego se convirtió en instrumental y pasó a llamarse “La foca” y ahora vuelve a tener vocals (ya no dedicadas al saxofonista), no hay grandes “demoliciones” en esta versión. Todo es reconocible, pero está embellecido y revigorizado.
El hecho de no tener invitados (guitarra, bajo y batería a rajatabla, a cargo de sus habituales ejecutantes) provoca cambios sutiles en algunas canciones. Por ejemplo “Light My Fire”, el cover de The Doors, pierde su solo de trompetas y gana un insert santanesco que la amplía hasta más allá de los seis minutos (este tema muestra, además, la evolución como cantante de Ricardo Mollo, que de sarasear una letra en un inglés polémico pasa a pronunciar decidido y con proyección). También muta “De qué diario sos” al dejar de lado los bronces: ahora manda el paso cansino del bajo y no puede ocultar su esencia funk ni siquiera detrás de ese clima nebuloso que tenía y tiene.
Porque acá la clave son los graves, graves y más graves, los que le meten anabólicos a “Mosca porteña”; los que hacen todavía más negra “Che qué esperás”; los que corren “Hombres huecos” del sonido funk sintético para volverla pesada sin perder sensualidad; esas tres notas amontonadas seguidas por dos con descanso que conforman la extraña línea de bajo de “Gárgara larga”, canción que –con la guitarra distorsionada pero sin el flanger del original– parece algo grabado por Thin Lizzy; esa profundidad, junto con la calidez del sonido modelo 2018, convierten a Haciendo cosas raras en algo que no se agota en la estrategia comercial que lo engendró (el grupo regrabó este y otros discos suyos que saldrán en lo sucesivo para recuperar los derechos sobre masters que guardan sus ex sellos). Por el contrario, es una obra con mérito propio, no radicalmente opuesta a aquel debut del que salen las canciones, no desfigurada por ningún arranque de experimentación ególatra; sí enriquecida por la sabiduría y la experiencia.
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