
El bolero se niega a desaparecer
Ninguna otra forma de canción popular ha tenido esa suerte del bolero para seguir encontrando fascinantes intérpretes de refuerzo y hasta nuevos compositores con la sensibilidad de los grandes maestros. La bendición más reciente resultó ser Luis Miguel, un número en caída libre al purgatorio de los ex ídolos infantiles que hace una década se aferró al género con convicción y supo madurar dignamente sin perder capacidad de convocatoria, como demostró en el estadio de Vélez hace sólo un par de semanas.
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El secreto del bolero para seguir emocionando con su repertorio de padecimientos románticos expresados discretamente y a media voz en épocas de letras más explícitas y no tan pudorosas es haber sabido viajar a tiempo y sin ganas de volver.
Al contrario de otras músicas, encerradas a esperar el fin en Buenos Aires, Liverpool o Bahía, sin admitir que podían ser creadas en otro lugar, esta forma de canto sentimental surgida en Cuba en la penúltima década del siglo XIX inspiró una cantidad de expresiones internacionales tan válidas como la original.
Cuando estaban activos los principales autores cubanos -Lecuona, Simons, Farrés y otros talentos-, Agustín Lara y sus contemporáneos escribían en México boleros superiores, y sin que tampoco nadie los denunciara como adulteraciones llegaron importantes aportes de Puerto Rico, Venezuela, Colombia y hasta Brasil. También en la Argentina se produjo extraordinaria música romántica, aunque el esplendor del tango, la emigración de los principales cantantes, la falta de reediciones apropiadas y un cierto desdén por el género han mantenido el fenómeno en el olvido.
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Como ha documentado Manuel Puig en sus ficciones, los boleros de autor nacional fueron inseparables del romance de barrio. Versos perfectos de Mario Clavell ("Somos", "Abrázame así" y otros clásicos) o Don Fabián ("Dos almas", "Cobardía"), cantados por mendocinos como Hugo Romani o Leo Marini, los porteños Eduardo Farrel y Daniel Adamo o españoles venidos de chicos llamados Fernando Torres o Gregorio Barrios, la máxima figura romántica de su tiempo.
También se establecieron en Buenos Aires célebres vocalistas extranjeros -Fernando Albuerne, Wilfredo Fernández, Genaro Salinas- no sólo por la abundancia de trabajo sino por los acompañamientos que soñaban encontrar, aquellas eficientes orquestas melódicas conducidas por europeos de sólida formación, como eran Vieri Fidanzini y Victor Schlichter, o el argentino que inició una novedosa transformación instrumental, más rítmica y fácil de bailar: Américo Bellotto padre -"Don Américo y sus Caribes" para las etiquetas- el verdadero creador de un sonido propio del bolero porteño que por unos años se imitó en todas partes.
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Lo mismo que ocurrió con el tango, tanta popularidad no podía ser eterna, y cuando los ojos soñadores comenzaron a mirar hacia otro lado estos suaves trovadores se reinstalaron en lugares de América más sensibles a su anticuado mensaje o fueron desapareciendo en escenarios insignificantes.
Igual, cuando Chile sorprendió con Lucho Gatica, un seductor actualizado y de alcance internacional, el país demostró que sus reservas bolerísticas no estaban agotadas y empató el desafío con dos intérpretes de gran envergadura: Roberto Yanés y Daniel Riolobos.
Fueron los últimos, porque ningún ídolo posterior quiso hablar de últimas noches, llorar ante barcas que debían partir inexorablemente o exigirle al reloj que dejara de marcar el paso del tiempo.
Solamente una mujer, María Marta Serra Lima, se sumó con la convicción suficiente para transformarse en una cantante respetada, lo que igual no alcanza para explicar que en semejante desolación haya crecido Chico Novarro, uno de los creadores esenciales del bolero contemporáneo junto con Armando Manzanero.





