Naná Vasconcelos: el músico que sonaba como el Amazonas
Lo que Naná Vasconcelos hacía no era música, era la sinfonía de la vida en el Amazonas fluyendo como un torrente salvaje, tropical, como el murmullo colectivo de miles de especies cantando al mismo tiempo, como el aliento agitado del hombre cazador, antes del descubrimiento del fuego. Naná Vasconcelos era un médium, un objeto vivo y orgánico, donde resonaba la música. Naná no era músico. Era la música.
"La idea es usar la percusión como una orquesta. A través de los sonidos quiero recrear el entorno selvático y los cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Y replicar el entorno visual, que es igual de importante. El Amazonas es un conversavotoria de vida y sabiduría", le dijo el virtuoso percusionista y compositor brasileño el año pasado al periodista Jorge Luis Fernández de LA NACION, cuando vino a tocar gratis al CCK.
Naná Vasconcelos murió esta mañana a los 71 años víctima de cáncer de pulmón, rodeado de sus afectos, anunció la prensa de Recife, su ciudad natal.
Durante años, Naná Vasconcelos monopolizó las encuestas al mejor percusionista del mundo en la revista norteamericana Down Beat, la más prestigiosa del jazz. Participó en más de ochocientos discos. Y tocó con la crème de la crème: Pat Metheny, Jan Garbarek, Trilok Gurtu, Gato Barbieri, Arto Lindsay, Egberto Gismonti, Milton Nascimento y Don Cherry, aunque la lista es interminable.
El muchachito humilde, nacido en una barriada de Pernambuco en 1994 y llamado Juvenal de Holanda Vasconcelos, dio la vuelta al mundo gracias al sonido de su berimbau. Lo que hacía Naná con ese instrumento de una sola cuerda (entre muchos otros accesorios de percusión) con su voz y con su cuerpo, no se parecía a nada. "Creo un ritmo que tiene dentro maracatú (ritmo nordestino) y samba, pero sin ser ni una cosa ni otra. Lo gracioso es que lo que hago con el berimbau de la capoeira, como instrumento solista, viene de haber escuchado a Jimi Hendrix. Los instrumentos no tienen límites."
Pernambuco, donde había trabajado en el grupo de su padre, incluso siendo menor, le quedaba chico. "Tú ya no vuelves", recuerda que le dijo su madre cuando se estaba subiendo a un bus a las 4.30 de la madrugada con destino a Río de Janeiro: el talento de su hijo era visiblemente mayor al promedio. Cuando Milton Nascimento, que estaba inventando un sonido inclasificable (no era bossa nova ni samba), lo escuchó por primera vez en su casa, lo invitó a grabar en su primer disco. Cuando el Gato Barbieri que estaba fundando el jazz del Tercer Mundo lo descubrió en Río de Janeiro se lo llevó de gira por Estados Unidos y Europa. Cuando el trompetista Don Cherry escuchó lo que hacía ese percusionista brasileño en los discos del Gato Barbieri lo invitó a Copenhague. Entonces su sonido se volvió global.
Junto al trompetista norteamericano vivieron en comunidad en un bosque sueco, practicaron el budismo y fundaron una sociedad artística que hizo escuela con el proyecto Organic Music (donde lo descubrió Brian Eno). También, entre 1978 y 1982, sentaron las bases de lo que sería después la world music con el proyecto Codona, junto al sitarista y etnomusicólogo Collin Walcott: su inserción definitiva en el medio jazzero era a través de la banda de sonido de su Pernambuco natal.
Cada colaboración o concierto en vivo -su dupla con Egberto Gismonti en el disco Dança das Cabeças (1976) y sus conciertos en vivo reflejaron una comunión irrepetible en la música brasileña- era la oportunidad de Naná para conectar con su naturaleza musical. La que había aprendido de niño del Amazonas. La que había escuchado en el Carnaval. La que le corría por la sangre de sus ancestros. "Muchas cosas de África se encontraron por primera vez en Brasil porque llegaban de diferentes zonas. Yo hago sonidos, no ritmos. Y toco más cuando no toco. El sonido del instrumento con el sonido de mi voz se transforma en una tercera cosa y se ha convertido en la marca de mi trabajo. Cuando escuchas eso sabes que es Naná."
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