Netflix: La calle del terror reinventa el cine slasher en una trilogía que aborda las distintas etapas del género
La directora y guionista Leigh Janiak y la actriz Sadie Sink conversaron con LA NACION acerca de esta saga basada en los libros de R. L. Stine
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Shadyside es un lugar maldito. Lo es desde la muerte de Sarah Fier, condenada por bruja en el siglo XVII. Su sombra y su legado macabro deambulan en el pequeño pueblo nacido de la imaginación de R. L. Stine, uno de los escritores de terror adolescente más populares de los Estados Unidos. Es el universo de su saga La calle del terror el que regresa en la trilogía que Netflix estrena este mes: tres películas sobre la historia del Mal en Shadyside, sobre las aventuras de adolescentes de distintas épocas, y también sobre los tópicos del cine del terror. Pero La calle del terror es también una reinvención de la tradición slasher, una forma lúdica de pensar el horror fuera de las metáforas políticas contemporáneas, de las apuestas más prestigiosas de directores como Ari Aster o Robert Eggers, una forma de reconexión con la cultura popular.
“Crecí leyendo los libros de R. L. Stine cuando era una adolescente, así que cuando me ofrecieron hacer las películas dije: ‘¡Sí! Esto puede ser muy divertido’”, cuenta con entusiasmo Leigh Janiak, directora y guionista de la trilogía, en diálogo con LA NACION. “El cine slasher es algo que venimos consumiendo desde hace décadas, así que volver a ese territorio implicaba cierto tipo de reinvención, un acercamiento diferente. Esa fue la idea que me entusiasmó y la que también implicó todo un desafío”.
La calle del terror está integrada por tres películas que se van a estrenar con una semana de diferencia, comenzando este viernes 2 de julio. La primera, que está disponible a partir de hoy, está ambientada en 1994; la segunda, en 1978 y la tercera en 1666, año del origen de la maldición. Las películas no están inspiradas directamente en alguno de los relatos de Stine, sino que asumen el espíritu de sus personajes, el tono de su relato y, por supuesto, el universo de Shadyside.
“Era muy importante filmar las películas en continuado -explica Janiak-. En primer lugar porque las tres comparten varios miembros del elenco, pero sobre todo porque yo quería que tuvieran el mismo ambiente, la misma vibración, el mismo espíritu. El rodaje completo se extendió 106 días y la experiencia del trabajo conjunto contribuyó a darle cohesión a la historia, aunque cada una de las entregas estuviera ambientada en un tiempo distinto, en un mundo distinto”. La primera de las películas es heredera del universo de Scream, de esa gesta paródica que en los 90 supuso una nueva apropiación al slasher desde la autoconsciencia y el humor. La segunda, que transcurre en un campamento adolescente en 1978, asume la iconografía de la fundación del género desde Halloween y la saga Martes 13, la gestación del imaginario y su pertenencia hoy a la memoria del terror. Y la última cierra el ciclo narrativo con el homenaje al universo de las brujas y las maldiciones, el corazón del horror gótico y la exploración de los contornos de ese mundo maldito.
Una de las claves de la reinvención que se propuso Janiak tiene que ver con las voces elegidas para entrar a la historia. Mientras el slasher tradicional seguía el derrotero de los populares en su aventura de horror, La calle del terror elige como protagonistas a los outsiders, a los inadaptados de esa comunidad donde se aloja la maldición. Shadyside comparte fronteras con Sunny Valley, la versión soleada y exitosa de ese mundo ficticio. Y si en Shadyside todo sale mal y desde hace siglos ocurren tragedias y asesinatos en serie, quién mejor que los loosers para ofrecernos una mirada extrañada sobre esos sucesos, una irrupción en la acción cuando nada se esperaba de ellos.
“La entrada a estos universos a partir de los outsiders y no de los populares de la comunidad fue la clave de la propuesta. Ahí está nuestra reinvención”, afirma Janiak. “Los personajes son los desplazados, los que normalmente no serían los protagonistas. Eso fue para mí lo que me entusiasmó verdaderamente de la idea de reinventar el slasher. Estos son personajes que no solo merecen vivir más que los 15 o 20 minutos que se les dedican tradicionalmente en el género, sino que pueden ser mucho más que eso, pueden ser héroes, enfrentar el mal y ver qué es lo que pasa con eso”.
Si bien las tres películas están unidas bajo la maldición de Shadyside y el fantasma de la bruja Sarha Fier, cada uno de los años cuenta una historia y funda un universo. El de los 90 es heredero de la estética de Wes Craven, con su puesta en escena más vertiginosa, el gesto irónico que le brinda la música pop. Como señala Janiak, “los personajes en los años 90 son más autoconscientes, son más sarcásticos, viven en un universo más divertido, no se toman la violencia tan en serio hasta que aparece delante de sus narices”. En la película ambientada en los 70, en cambio, “los personajes viven en un universo más estilizado, son más cercanos a los arquetipos fundacionales del slasher; Cindy [Emily Rudd] es la clásica final girl, perfecta, virginal”. La historia de los 70 no solo es deudora del gesto fundacional de John Carpenter en Halloween, sino que intenta subvertir ese imaginario arraigado.
Dos hermanas en un campamento de verano: Cindy es la estudiante ideal, prolija, racional; Ziggy, su hermana menor, es la oveja descarriada, hostigada por las chicas populares, tildada de bruja. “Lo que me interesó de Ziggy, ya desde la lectura del guion –cuenta Sadie Sink, la actriz que la interpreta-, es justamente esa condición temeraria que la define. Es más libre, madura para su edad, desafiante de las normas. La dinámica con Cindy está dada justamente por la oposición entre la creencia y el escepticismo frente a lo sobrenatural”.
La reinvención del arquetipo de la final girl también le permite a la trilogía desafiar sus influencias. Pese a los guiños y la autoconciencia del lugar que ocupa en el vasto universo del género, decide sacudir los mandatos a la hora de pensar a los personajes y también a la puesta en escena. “Yo no crecí con los libros de Stine –continúa Sink-, pero creo que esta forma original de reinterpretarlos, de llevarlos nuevamente a la vida, confirma su vigencia”.
Sink viene del universo de Stranger Things, serie que también ha asumido la tarea de actualizar desde la nostalgia un universo del pasado, tanto generacional como estético “El mundo de Stranger Things está más adherido a la lógica de la sci-fi y, en tanto es una serie, permite una construcción gradual de los personajes y de la narrativa. En La calle del terror todo es más vertiginoso y adherido a los tópicos del horror, la final girl, los escapes, la matanza”. Las escenas nocturnas, que dominan sobre todo en las dos primeras películas, definen también el tiempo cinematográfico de esas historias, extendido como una noche interminable que supone escapar de esa ancestral maldición. “Fue muy loco filmar las escenas de los asesinatos”, recuerda Janiak. “Filmar de noche es desafiante y lo es aún más cuando tenés que filmar violencia y locura, y encima cuando estás trabajando con chicos. Cuando tenés actores menores de 18 años solo podés filmar durante cierta cantidad de horas, así que eso hizo el rodaje aún más exigente”.
No es la primera vez que Janiak incursiona en el terror. Su ópera prima, Honeymoon (2014), cuenta la historia de una pareja que decide pasar su luna de miel en una cabaña en el bosque hasta que el horror irrumpe en esa escena amorosa y cotidiana. “Pese a las diferencias de presupuesto y estilo, lo que une a Honeymoon y al universo de La calle del terror es el uso de la historia de amor como epicentro. El interrogante sería qué es lo que ocurre en una pareja cuando irrumpe el horror, que en el caso de Honeymoon implica un tono más serio y realista, y en la trilogía de La calle del terror un recorrido por la historia del género”. Allí también se cifra la ambición de las películas: proponer una arqueología del Mal en ese territorio encantado de Shadyside, al mismo tiempo que transitar los hitos cinematográficos del género, desde lo ancestral con brujas y maldiciones, hasta la gestación del serial killer y la autoconsciencia que implica su parodia.
Por último, Janiak se aleja de ciertas experiencias recientes que exploran la iconografía del terror como andamiaje para otro tipo de reflexiones. Algo que se puede ver en la irrupción de directores como Ari Aster (El legado del diablo, Midsommar), Robert Eggers (La bruja, El faro) o incluso Jordan Peele en el ejercicio de las metáforas políticas de ¡Huye! y Nosotros. “Lo que yo buscaba era justamente un abordaje divertido y catártico del género. Que la película se convierta en parte de la cultura popular, que sea disfrutable y nada solemne. Mis directores de referencia fueron Wes Craven y John Carpenter, y en esa tradición me decidí a combinar la nostalgia, con el uso irónico de la música y con los guiños a los clásicos, siempre teniendo como horizonte el miedo como experiencia liberadora y placentera”.
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