
Para "Edipo rey" no pasan los siglos
"Edipo rey", de Sófocles, a cargo del Teatro Nacional de Grecia. En griego, con sobretítulos en castellano. En el teatro Cervantes. Nuestra opinión: Muy bueno
1 minuto de lectura'
Edipo ha muerto, pero sigue viviendo aún en nuestros días. Se ha convertido en un paradigma del hombre en todos los tiempos. No porque haya sido un rey que tuvo que enfrentar una gran crisis, porque escaparía de lo original. Tampoco porque haya cometido incesto con su madre y engendrado hijos-hermanos, aunque esta experiencia sirvió para llenar extensas páginas de estudios psicoanalíticos y dar nombre a un complejo. Edipo fue, es y seguirá siendo el hombre trágico por excelencia, simplemente porque no pudo cambiar su destino.
En la vigencia y contundencia de este Edipo, que sobrevivió incólume 25 siglos, mucho tuvo que ver el autor, Sófocles, quien, a diferencia de Esquilo y Eurípides, fue un creador innato de caracteres (o personajes). De esta manera, las sombras de Antígona y Edipo se proyectan sobre la civilización actual y son imperecederas en la literatura universal.
¿Las causas? Ese sentido trágico que los enfrenta a lo inevitable. Antígona, a las leyes del poder. Edipo, a su inamovible destino.
Antes de nacer, Edipo está predestinado a matar a su padre, el rey Layo. Lo dice el oráculo. Por esta causa -que determina su prematura sentencia de muerte, de la que logra escapar-, Edipo se ve despojado de su herencia. Pero los hados hacen y deshacen y, después de muchos años, el protagonista cumple con la profecía: comete parricidio sin saberlo. Sin embargo, otro vaticinio, el que determina que aquel que descifre el enigma de la Esfinge ocupará el trono de Tebas, le devuelve su legado y le entrega la mano de la reina, que resulta ser su madre, Yocasta. Otra vez el desconocimiento de la realidad.
Con la reina y su futura descendencia, Etéocles, Polinices, Antígona e Ismena, Edipo vive feliz y en la opulencia hasta que la peste cae sobre Tebas.
Otra profecía, en boca de Tiresias, el hombre sabio, el vidente que es no vidente (y es algo más que un juego de palabras), lo aproximará a la verdad: la peste cesará cuando sea castigado el asesino de Layo. Entonces, Edipo, empecinado cual investigador de novela policial, se compromete a descubrir al criminal sin sospechar que las pistas que va encontrando lo llevan a su propia destrucción, es decir, a develar toda la verdad.
Paradójicamente, cuando Edipo ve la verdad, decide quitarse los ojos, un poco al estilo quijotesco. Así se cierra el círculo de su drama. El dolor que padece y el castigo que se autoimpone (la ceguera, el destierro, el desprecio de todos, la separación de sus hijos) conmueven a la piedad. De esta manera se elabora otra paradoja, la consagración de Edipo al dolor por sus pecados lo aproxima a los dioses y lo separa del resto de los hombres.
Con diestra mano
Aunque el tema de Edipo era una historia difundida por los cantos épicos de la Grecia antigua, fue Sófocles el que le dio una impecable estructura dramática al conjugar las exigencias aristotélicas sobre las unidades de acción, de tiempo y de lugar. Pero también alcanza la perfección en el argumento y en la exposición del prólogo, presentación, desenlace y epílogo, con un ingenioso bordado de intrigas y suspenso. Además, por supuesto, de un texto atractivo y cargado de significados sobre el ejercicio del poder y las debilidades humanas.
Vassilis Papavassiliou, el director, diseñó una puesta estética que diluyó el paso de los siglos sin que la tragedia perdiera su esencia original y su dinámica natural, manteniendo el correspondiente tiempo de narración en los largos parlamentos, aunque para el espectador neófito resulten lapsos estáticos y monótonos.
Utiliza apenas una rampa para ubicar a los protagonistas, pero en los laterales provoca un efecto interesante, con la combinación de maniquíes de tamaño natural y el desenvolvimiento de los personajes del coro. Si bien se suprimieron los coturnos y las grandes máscaras en los protagonistas, el coro luce antifaces y elementos que distinguen su jerarquía. En un momento, el conjunto de ancianos lleva un elegante bastón; en otro, largas varas de metal, al estilo de lanzas.
Quizá lo más elocuente de la intención de puesta radique en el vestuario, donde se combinan trajes modernos con largas túnicas y zapatillas con borceguíes y sandalias. Para el coro se destinó la gama beige y para los protagonistas el negro, el rojo, el amarillo, el celeste, el blanco. Un contraste que distingue la función de cada grupo.
También el componente sonoro está presente, con un soporte armónico y con la inclusión de melodías para el canto del coro, que remite a la musicalidad del verso griego. Finalmente, la actuación también presenta marcaciones contemporáneas, con una elaboración de búsqueda interior que anula la grandilocuencia, que algunos presumen que debe ser el estilo trágico de actuación.
En esta línea se desenvuelve todo el elenco, aunque cabe señalar que en el caso de Grigoris Valtinos (Edipo), que debe sobrellevar el peso de la mayor parte del texto, no transmitió la energía visceral y la potencia dramática que demostraron, por ejemplo, Stefanos Kyriakidis (Creonte) y Tzeni Gaitanopolou (Yocasta), marcando un desnivel interpretativo.
Es apenas un pequeño reparo ante la posibilidad de ver la representación de una tragedia clásica griega en manos de sus legítimos herederos y, además, con sobretítulos en castellano.






