Pinceles que galopan
Los caballos, incluso los más nobles, leitmotiv de una pintora
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“Llegué a tener una tropilla de cien caballos. Los conocía a todos. Podía decir, desde lejos: Allá está la Mirona, y algo más atrás, el Pampa. Me encantaba verlos correr a la luz del sol estallando en mil colores.”
La pintora Adriana Zaefferer descubrió los caballos cuando era muy chica. Todo por los sueños de la abuela Hilda, que imaginó una cabaña a orillas del lago Lacar en un paraje, en medio de la reservación curruhuinca, donde no había nada. Y la mandó construir; incluso, hubo que hacer un embarcadero y traer lanchones. Allí, la familia pasaba los meses de vacaciones.
“Cómo sería que mi padre, que era médico, llevaba su equipo de cirugía por si nos pasaba algo. Entonces descubrí los caballos de los curruhuincas: flacos, desgarbados, con el pelo muy feo por la mala alimentación. Estaba fascinada, me pasaba horas mirándolos, costumbre muy importante en mi trabajo ”, recuerda Zaefferer, que el lunes próximo inaugurará una muestra con sus pinturas de caballos en el Caesar Park.
“Comencé a dibujarlos con lo que tenía a mano, lápices, carbonilla, cualquier cosa. Necesitaba tenerlos cerca; entonces negocié con los curruhuincas y pude comprar algunos”, continúa.
Pero pintar un caballo no era fácil. Por ejemplo, para un tordillo, que tenía el cuerpo blanco con manchas de polvo gris, había que mezclar en la paleta ocres, verdes y rojos. Por otra parte, las sombras que proyectaban en el suelo nunca eran negras, variaban de acuerdo con la atmósfera, la hora, el tipo de luz, los árboles del entorno.
Un día, cuando tenía 16 años, Julio Menditeguy, polista y criador, admiró sus trabajos y le encargó cuadros de los grandes campeones de su stud: Indian Cheef, Uruguayo, Pronto y Practicante. Fue el espaldarazo.
Hasta la realeza
“A los 18 años me fui a Europa, a la casa de una tía que vivía en Ginebra. Adriana –me dijo–, no puede ser que vengas a Europa y que no conozcas Inglaterra. Entonces me mandó a Londres, a la casa de un amigo, el embajador Martínez Zuviría. Congeniamos enseguida: ¡él también era un loco por los caballos!”. Se hizo amiga de la hija, que la llevó a conocer el famoso Newmarket, fundado en 1605 y uno de los mayores centros de actividades ecuestres de Europa. “El Newmarket era un paraíso increíble para una retratista de caballos, a mi lado pasaban fabulosos pura sangre resoplando, encabritándose, con sus pelajes brillando bajo la luz.”
Tímidamente comenzó a mostrar sus obras hasta que un día, sir Noel Murless, un famoso entrenador, le encargó un retrato de Welsh Pageant, el padrillo de su haras. “No sólo le encantó, sino que se lo mostró a todo el mundo. Me hice famosa, llovían los pedidos. Mi vida cambió totalmente: era una extravagante pintora a domicilio. Me instalaba en la casa y pintaba en primer lugar el caballo, pero también el perro, el gato y, a veces, los chicos...”
Llegó a tener una madre postiza, Mistress Priscilla Hastings: “Sostiene que soy su hija adoptiva argentina; y es así. En su casa hay un salón con todos los retratos de animales que le pinté, al que llama Galería Zaefferer”.
Una tarde, Priscilla la invitó a tomar el té para presentarle una visitante poco común: la reina Isabel II de Inglaterra. En determinado momento, la soberana se levantó y fue hasta el retrato de la perra de la dueña de casa en un extremo del salón, y preguntó quién lo había pintado. “Se hizo un gran silencio, y de pronto me di cuenta de que todas las miradas convergían en un punto: yo. Entonces, Isabel II me pidió que retratase a su perra Heather. Después me acostumbré y hasta ahora llevo pintados doce retratos de los animales de la reina. Pero el de Heather fue el más inquietante”, concluye Adriana.




